Javier Marías. Corazón tan blanco

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Una de las obras fundamentales de este autor que gozó de reconocimiento internacional. Uno de los valores más sólidos de nuestra literatura.

Corazón tan blanco, 1992

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No he querido saber, pero he sabido que una de las niñas, cuando ya no era niña y no hacía mucho que había regresado de su viaje de bodas, entró en el cuarto de baño, se puso frente al espejo, se abrió la blusa, se quitó el sostén y se buscó el corazón con la punta de la pistola de su propio padre, que estaba en el comedor con parte de la familia y tres invitados. Cuando se oyó la detonación, unos cinco minutos después de que la niña hubiera abandonado la mesa, el padre no se levantó en seguida, sino que se quedó durante algunos segundos paralizado con la boca llena, sin atreverse a masticar ni a tragar ni menos aún a devolver el bocado al plato; y cuando por fin se alzó y corrió hacia el cuarto de baño, los que lo siguieron vieron cómo mientras descubría el cuerpo ensangrentado de su hija y se echaba las manos a la cabeza iba pasando el bocado de carne de un lado a otro de la boca, sin saber todavía qué hacer con él. Llevaba la servilleta en la mano, y no la soltó hasta que al cabo de un rato reparó en el sostén tirado sobre el bidet, y entonces lo cubrió con el paño que tenía a mano o tenía en la mano y sus labios habían manchado, como si le diera más vergüenza la visión de la prenda íntima que la del cuerpo derribado y semidesnudo con el que la prenda había estado en contacto hasta hacía muy poco: el cuerpo sentado a la mesa o alejándose por el pasillo o también de pie. Antes, con gesto automático, el padre había cerrado el grifo del lavabo, el del agua fría, que estaba abierto con mucha presión. La hija había estado llorando mientras se ponía ante el espejo se abría la blusa, se quitaba el sostén y se buscaba el corazón porque, tendida en el suelo frío del cuarto de baño enorme tenía los ojos llenos de lágrimas, que no se habían visto durante el almuerzo ni podían haber brotado después de caer sin vida. En contra de su costumbre y de la costumbre general, no había echado el pestillo, lo que hizo pensar al padre (pero brevemente y sin pensarlo apenas, en cuanto tragó) que quizá su hija, mientras lloraba, había estado esperando o deseando que alguien abriera la puerta y le impidiera hacer lo que había hecho, no por la fuerza sino con su mera presencia, por la contemplación de su desnudez en vida o con una mano en el hombro. Pero nadie (excepto ella ahora, y porque ya no era una niña) iba al cuarto de baño durante el almuerzo. El pecho que no había sufrido el impacto resultaba bien visible, maternal y blanco y aún firme, y fue hacia él hacia donde se dirigieron instintivamente las primeras miradas, más que nada para evitar dirigirse al otro, que ya no existía o era sólo sangre. Hacía muchos años que el padre no había visto ese pecho, dejó de verlo cuando se transformó o empezó a ser maternal, y por eso no sólo se sintió espantado, sino también turbado. La otra niña, la hermana, que sí lo había visto cambiado en su adolescencia y quizá después, fue la primera en tocarla, y con una toalla (su propia toalla azul pálido, que era la que tenía tendencia a coger) se puso a secarle las lágrimas del rostro mezcladas con sudor y con agua, ya que antes de que se cerrara el grifo, el chorro había estado rebotando contra la loza y habían caído gotas sobre las mejillas, el pecho blanco y la falda arrugada de su hermana en el suelo. También quiso, apresuradamente, secarle la sangre como si eso pudiera curarla, pero la toalla se empapó al instante y quedó inservible para su tarea, también se tiñó. En vez de dejarla empaparse y cubrir el tórax con ella, la retiró en seguida al verla tan roja (era su propia toalla) y la dejó colgada sobre el borde de la bañera, desde donde goteó. Hablaba, pero lo único que acertaba a decir era el nombre de su hermana, y a repetirlo. Uno de los invitados no pudo evitar mirarse en el espejo a distancia y atusarse el pelo un segundo, el tiempo suficiente para notar que la sangre y el agua (pero no el sudor) habían salpicado la superficie y por tanto cualquier reflejo que diera, incluido el suyo mientras se miró. Estaba en el umbral, sin entrar, al igual que los otros dos invitados, como si pese al olvido de las reglas sociales en aquel momento, consideraran que sólo los miembros de la familia tenían derecho a cruzarlo. Los tres asomaban la cabeza tan sólo, el tronco inclinado como adultos escuchando a niños, sin dar el paso adelante por asco o respeto, quizá por asco, aunque uno de ellos era médico (el que se vio en el espejo) y lo normal habría sido que se hubiera abierto paso con seguridad y hubiera examinado el cuerpo de la hija, o al menos, rodilla en tierra, le hubiera puesto en el cuello dos dedos. No lo hizo, ni siquiera cuando el padre, cada vez más pálido e inestable, se volvió hacia él y, señalando el cuerpo de su hija, le dijo «Doctor», en tono de imploración pero sin ningún énfasis, para darle la espalda a continuación, sin esperar a ver si el médico respondía a su llamamiento. No sólo a él y a los otros les dio la espalda, sino también a sus hijas, a la viva y a la que no se atrevía a dar aún por muerta, y, con los codos sobre el lavabo y las manos sosteniendo la frente, empezó a vomitar cuanto había comido, incluido el pedazo de carne que acababa de tragarse sin masticar. Su hijo, el hermano, que era bastante más joven que las dos niñas, se acercó a él, pero a modo de ayuda sólo logró asirle los faldones de la chaqueta, como para sujetarlo y que no se tambaleara con las arcadas, pero para quienes lo vieron fue más bien un gesto que buscaba amparo en el momento en que el padre no se lo podía dar. Se oyó silbar un poco. El chico de la tienda, que a veces se retrasaba con el pedido hasta la hora de comer y estaba descargando sus cajas cuando sonó la detonación, asomó también la cabeza silbando, como suelen hacer los chicos al caminar, pero en seguida se interrumpió (era de la misma edad que aquel hijo menor), en cuanto vio unos zapatos de tacón medio descalzados o que sólo se habían desprendido de los talones y una falda algo subida y manchada —unos muslos manchados—, pues desde su posición era cuanto de la hija caída se alcanzaba a ver. Como no podía preguntar ni pasar, y nadie le hacía caso y no sabía si tenía que llevarse cascos de botellas vacíos, regresó a la cocina silbando otra vez (pero ahora para disipar el miedo o aliviar la impresión), suponiendo que antes o después volvería a aparecer por allí la doncella, quien normalmente le daba las instrucciones y no se hallaba ahora en su zona ni con los del pasillo, a diferencia de la cocinera, que, como miembro adherido de la familia, tenía un pie dentro del cuarto de baño y otro fuera y se limpiaba las manos con el delantal, o quizá se santiguaba con él. La doncella, que en el momento del disparo había soltado sobre la mesa de mármol del office las fuentes vacías que acababa de traer, y por eso lo había confundido con su propio y simultáneo estrépito, había estado colocando luego en una bandeja, con mucho tiento y poca mano —mientras el chico vaciaba sus cajas con ruido también—, la tarta helada que le habían mandado comprar aquella mañana por haber invitados; y una vez lista y montada la tarta, y cuando hubo calculado que en el comedor habrían terminado el segundo plato, la había llevado hasta allí y la había depositado sobre una mesa en la que, para su desconcierto, aún había restos de carne y cubiertos y servilletas soltados de cualquier manera sobre el mantel y ningún comensal (sólo había un plato totalmente limpio, como si uno de ellos, la hija mayor, hubiera comido más rápido y lo hubiera rebañado además, o bien ni siquiera se hubiera servido carne). Se dio cuenta entonces de que, como solía, había cometido el error de llevar el postre antes de retirar los platos y poner otros nuevos, pero no se atrevió a recoger aquéllos y amontonarlos por si los comensales ausentes no los daban por finalizados y querían reanudar (quizá debía haber traído fruta también). Como tenía ordenado que no anduviera por la casa durante las comidas y se limitara a hacer sus recorridos entre la cocina y el comedor para no importunar ni distraer la atención, tampoco se atrevió a unirse al murmullo del grupo agrupado a la puerta del cuarto de baño por no sabía aún qué motivo, sino que se quedó esperando, las manos a la espalda y la espalda contra el aparador, mirando con aprensión la tarta que acababa de dejar en el centro de la mesa desierta y preguntándose si no debería devolverla a la nevera al instante, dado el calor. Canturreó un poco, levantó un salero caído, sirvió vino a una copa vacía, la de la mujer del médico, que bebía rápido. Al cabo de unos minutos de contemplar cómo esa tarta empezaba a perder consistencia, y sin verse capaz de tomar una decisión, oyó el timbre de la puerta de entrada, y como una de sus funciones era atenderla, se ajustó la cofia, se puso el delantal más recto, comprobó que sus medias no estaban torcidas y salió al pasillo. Echó un vistazo fugaz a su izquierda, hacia donde estaba el grupo cuyos murmullos y exclamaciones había oído intrigada, pero no se entretuvo ni se acercó y fue hacia la derecha, como era su obligación. Al abrir se encontró con risas que terminaban y con un fuerte olor a colonia (el descansillo a oscuras) procedente del hijo mayor de la familia o del reciente cuñado que había regresado de su viaje de bodas no hacía mucho, pues llegaban los dos a la vez, posiblemente porque habían coincidido en la calle o en el portal (sin duda venían a tomar café, pero nadie había hecho aún el café). La doncella casi rio por contagio, se hizo a un lado y los dejó pasar, y aún tuvo tiempo de ver cómo cambiaba en seguida la expresión de sus rostros y se apresuraban por el pasillo hacia el cuarto de baño de la multitud. El marido, el cuñado, corría detrás muy pálido, con una mano sobre el hombro del hermano, como si quisiera frenarlo para que no viera lo que podía ver, o bien agarrarse a él. La doncella no regresó ya al comedor, sino que los siguió, apretando también el paso por asimilación, y cuando llegó a la puerta del cuarto de baño volvió a notar, aún más fuerte, el olor a colonia buena de uno de los caballeros o de los dos, como si se hubiera derramado un frasco o lo hubiera acentuado un repentino sudor. Se quedó allí sin entrar, con la cocinera y con los invitados, y vio, de reojo, que el chico de la tienda pasaba ahora silbando de la cocina al comedor, buscándola seguramente; pero estaba demasiado asustada para llamarle o reñirle o hacerle caso. El chico, que había visto bastante con anterioridad, sin duda permaneció un buen rato en el comedor y luego se fue sin decir adiós ni llevarse los cascos de botellas vacíos, ya que cuando horas después la tarta derretida fue por fin retirada y arrojada a la basura envuelta en papel, le faltaba una considerable porción que ninguno de los comensales se había comido y la copa de la mujer del médico volvía a estar sin vino. Todo el mundo dijo que Ranz, el cuñado, el marido, mi padre, había tenido muy mala suerte, ya que enviudaba por segunda vez.

 

Javier Marías, Corazón tan blanco, 1992

La muerte de Teresa

Durante muchos años, de niño y también luego, de adolescente y muy joven, cuando aún miraba con ojos dubitativos a la chica de la papelería, supe sólo que mi padre había estado casado con la hermana mayor de mi madre antes que con mi madre, con Teresa Aguilera antes que con su hermana Juana, las dos niñas a las que se refería a veces mi abuela cuando contaba anécdotas del pasado, o más bien decía sólo «las niñas» para diferenciarlas de sus hermanos, a los que en cambio llamaba «los muchachos». No es solamente que los hijos tarden mucho en interesarse por quiénes fueron sus padres antes de conocerlos (por lo general ese interés se produce cuando esos hijos se acercan a la edad que tenían los padres cuando en efecto los conocieron, o cuando a su vez tienen hijos y entonces se recuerdan de niños a través de ellos y se preguntan perplejos por las tutelares figuras con que ahora se corresponden), sino que los padres se acostumbran a no despertar curiosidad alguna y a callar sobre sí mismos ante sus vástagos, a silenciar quiénes fueron o acaso lo olvidan. Casi todo el mundo se avergüenza de su juventud, no es muy cierto que se añore como se dice, más bien se relega o rehuye y con facilidad o esfuerzo se confina el origen a la esfera de los malos sueños, o de las novelas, o de lo que no ha existido. La juventud se oculta, la juventud es secreta para quienes ya no nos conocen jóvenes.

Ranz y mi madre nunca ocultaron el matrimonio de Ranz con quien habría sido mi tía Teresa de haber vivido (o no lo habría sido), un matrimonio brevísimo de cuya disolución sólo supe que la había causado la temprana muerte, pero en cambio no supe (no lo pregunté tampoco) el porqué de esa muerte durante muchos años, y durante muchos años más creí saberlo en esencia y se me engañaba, cuando por fin pregunté se me dio una respuesta falsa, que es otra de las cosas a las que se acostumbran los padres, a mentir a los niños sobre su juventud olvidada. Se me habló de la enfermedad y eso fue todo, se me habló de una enfermedad durante muchos años, y resulta difícil poner en duda lo que se sabe desde la infancia, se tarda en recelar de ello.

[…]

Ranz nunca había contado nada. Hace algunos años, siendo ya adulto, yo intenté preguntarle y me trató como si aún fuera niño. «Qué te importa todo eso», me dijo, y cambió de tema. Al insistir yo (estábamos en La Dorada) se levantó para ir al lavabo y me dijo zumbón con su mejor sonrisa: «Escucha, no me apetece hablar del pasado remoto, es de mal gusto y le hace recordar a uno los años que tiene. Si vas a seguir, es mejor que para cuando vuelva hayas abandonado la mesa. Quiero comer tranquilo y en el día de hoy, no en uno de hace cuarenta años.» Como si estuviéramos en casa y yo fuera un niño pequeño al que se pudiera mandar a su cuarto, me dijo que me largara, ni siquiera consideró la posibilidad de enfadarse y ser él quien se marchara del restaurante.

[…]

Pero yo no supe hasta hace unos meses que mi imposible tía Teresa se había matado al poco de regresar de su viaje de novios con mi propio padre, y fue Custardoy el joven quien me lo dijo. Es tres años mayor que yo y lo conozco desde la infancia, cuando tres son muchos años, aunque entonces rehuía su trato lo más posible y lo he tolerado tan sólo de adulto. La amistad o negocio de nuestros padres nos unía a veces, aunque él siempre estuvo más cerca de los mayores, más interesado en su mundo, como con impaciencia por formar parte de él y actuar libremente,

[…]

Tiene hostias —añadió— que tú no sepas nada, tiene hostias cómo las familias callan ante los hijos, quién sabe lo que sabrás tú de la mía que yo en cambio no tengo ni puta idea.

—No sé —dije yo con prisa.

Volvió a jugar con la llama, había apagado su cigarrillo, mal, olía.

—Me parece que he metido la pata. Ranz se va a cabrear. No sabía que no sabías cómo murió la hermana de tu madre.

—De enfermedad, me han dicho siempre. Nunca he preguntado mucho. A ver, qué es lo que sabes.

—A lo mejor no es verdad. Hace la tira de años que me lo contó mi padre.

—¿Qué te contó?

[…]

—Que tu tía se pegó un tiro al poco de regresar de su viaje de novios con Ranz. Eso sí lo sabías, que se casó con él.

—Sí, lo sé.

—Entró en el cuarto de baño, se puso frente al espejo, se abrió la blusa, se quitó el sostén y se buscó el corazón con la punta de la pistola de su propio padre, que estaba en el comedor con parte de la familia y con invitados. Eso es lo que recuerdo que me contó mi padre.

—¿En casa de mis abuelos?

—Eso tengo entendido.

—¿Mi padre estaba allí?

—No en el momento, llegó poco después, creo.

—¿Por qué se mató?

Custardoy sorbió por la nariz, quizá un leve resfriado de primavera, aunque siguiera las modas no era hombre para padecer la fiebre del heno, esa cursilería. Negó con la cabeza.

—Eso ni idea, y tampoco creo que lo supiera mi padre, o no me lo dijo. Si alguien lo sabe es el tuyo, pero a lo mejor ni siquiera, no es fácil saber por qué se mata la gente, ni los más próximos, todo el mundo está trastornado, todo el mundo las pasa putas, a veces sin causa y casi siempre en secreto, la gente vuelve la cara contra la almohada y espera al día siguiente. De pronto no esperan. Nunca he hablado con Ranz de este asunto, ¿cómo se le pregunta a un amigo por su mujer que se pegó un tiro tras casarse con él?

 

Javier Marías, Corazón tan blanco, 1992

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