El teatro ilustrado

EL TEATRO ILUSTRADO

El teatro constituyó para los ilustrados el objetivo más importante de su reforma, y el que ofrecía, en principio, mayores oportunidades para educar al pueblo. Era el espectáculo, junto con los toros, más popular, y a los estrenos de las distintas obras acudía un público entregado y enfervorecido, deseoso de novedades cada temporada y que llenaba los recintos que, aún no numerosos, se hallaban en las principales ciudades españolas. Madrid, con sus dos teatros estables –el de la Cruz y el del Príncipe– era el centro teatral del país.

Las obras de mayor éxito durante una gran parte del siglo XVIII –no siempre las de más calidad-eran las comedias y dramas barrocos que habían degenerado en comedias de santos y mágicas – con  la  magia  o  hechos  sobrenaturales  como protagonistas-, de figurón  –con tipos cómicos característicos-,  tragedias  históricas,  obras  de     tema militar, autos sacramentales  – que  se representaban en navidad, semana santa o el        Corpus-, etc. Lo más apreciado de estas obras era el espectáculo que hoy llamaríamos de efectos especiales, con apariciones y desapariciones de actores y decorados, movimientos militares en escena, con abundantes cuadros de acción en el escenario en los que no faltaba la pólvora para simular el fuego real de fusilería y otros disparatados recursos –a juicio de los ilustrados- que entusiasmaban al público.

En este contexto, los intentos de renovar este teatro y llevar a los recintos comedias o dramas de calidad, con buenos argumentos y diálogos que fuesen útiles al público fueron pocos y mal recibidos. Sólo a partir de los años setenta del siglo, y con el apoyo de la Corona y sus representantes, comienzan a aparecer obras que siguen las normas del teatro neoclásico, que podrían resumirse en la llamada regla de las tres unidades (de origen clásico, y que habían dejado de seguirse desde la época de Lope):

  • Unidad de acción: sólo sucede una historia sobre el escenario.
  • Unidad de lugar: el argumento sucede en un único lugar.
  • Unidad de tiempo: la obra debía abarcar el transcurso de un día como máximo.

A estas reglas habría que sumarle la presencia de pocos actores –para no distraer la atención del espectador- y, si era posible, eliminar las piezas breves de carácter costumbrista que se solían representar en los intermedios –los sainetes, alguno de cuyos autores, como Ramón de la Cruz, era extraordinariamente popular.

LEANDRO FERNÁNDEZ DE MORATÍN

Leandro Fernández de Moratín (1760-1828) fue el único autor ilustrado, realmente de éxito, que consiguió llevar a escena el ideal dramático del siglo de un teatro que educase, que combatiese las creencias erróneas populares, y que erradicase las costumbres anticuadas o perjudiciales para el conjunto de la sociedad. A ello habría que añadir una evidente intención moral, crítica hacia unas élites (la nobleza) que habían abandonado sus obligaciones, de firmes convicciones religiosas no enfrentadas con la modernidad y, en fin, la apuesta decidida por un comportamiento personal ético y responsable, ciudadano en el sentido ilustrado.

Nació nuestro autor en Madrid, hijo de Nicolás Fernández de Moratín, uno de los escritores más activos de la ilustración española, habitual de la tertulia de la fonda de San Sebastián y conocedor de las nuevas ideas del siglo. A diferencia de otros intelectuales ilustrados, no gozó nunca de una buena posición económica, y siempre dependió de las pensiones ofrecidas desde el gobierno y de los amigos poderosos como Jovellanos. Por motivos de esta clase viajó por Europa con distintos cargos secundarios. En París en 1792 tuvo la oportunidad de conocer en persona los desórdenes de la Revolución Francesa, lo cual le hizo afirmarse aún más en su ideología política moderada y reformadora, pero no revolucionaria. Aceptó la dirección, ofrecida por José Bonaparte, de la Biblioteca Real, por lo que tuvo que afrontar las acusaciones de colaboracionista y afrancesado al acabar la Guerra de la Independencia. Viaja a Francia intermitentemente por distintos motivos. Muere en París en 1828.

Entre la producción literaria de Moratín, que cultivó todos los géneros, destacan, especialmente, dos comedias: La comedia nueva o el café (1792) y El sí de las niñas (1806). En la primera de ellas la crítica se dirige hacia los que escriben tragedias en el más puro estilo barroco siguiendo los gustos populares, mientras que en la segunda la preocupación social y didáctica del autor se enfoca hacia una de las costumbres, a su juicio, más perjudiciales, humillantes y negativas para la sociedad del momento: los matrimonios de conveniencia de muchachas muy jóvenes con hombres mayores e incluso ancianos. La obra está escrita en prosa –al igual que La comedia nueva-, y destaca el magistral tratamiento de los personajes. Desde un principio obtuvo un éxito rotundo.

EL SÍ DE LAS NIÑAS

El argumento trata del matrimonio convenido entre Francisca –una hermosa joven- y Don Diego, un hombre ya mayor. Doña Irene, madre de Francisca, desea así mejorar su posición social. Don Carlos, un valiente joven y sobrino de Don Diego, es el auténtico amor de la muchacha. La obra se resolverá felizmente gracias a la generosidad y comprensión de Don Diego:

  1. Diego él [refiriéndose a D. Carlos] y su hija de usted [Doña Irene] estaban locos de amor, mientras que usted y las tías fundaban castillos en el aire, y me llenaban la cabeza de ilusiones, que han desaparecido como un sueño… Esto resulta del abuso de autoridad, de la opresión que la juventud padece, y éstas son las seguridades que dan los padres (…), y esto es lo que se debe fiar en el sí de las niñas… Por una casualidad he sabido a tiempo el error en que estaba… ¡Ay de aquellos que lo saben tarde!

La excelente comedia de Moratín se sitúa ya en los albores del Romanticismo y al borde de la Guerra de la Independencia, que cerrará el Antiguo Régimen. Su obra es posiblemente el último intento ilustrado consciente de querer acabar con ciertas costumbres, usos y gustos. Se cierra así un siglo de intentos reformistas, siempre moderados, muchas veces abanderados por la misma Corona, otras veces perseguidos hasta el exilio por el miedo al contagio de la revolución de la vecina Francia. En cualquier caso, debemos a este siglo y sus autores mucho de lo que somos, bastante de lo que pensamos, y el deseo compartido, hasta no hace muchos años, de normalizar los hábitos y las costumbres de nuestro país con los europeos. Podríamos decir, con justicia, que estos escritores son nuestros contemporáneos.

PARA SABER MÁS

LA REAL ACADEMIA ESPAÑOLA

De entre todas las instituciones académicas creadas durante el siglo XVIII destaca, por su trascendencia para nosotros, la Real Academia Española de la Lengua. Su origen se encuentra en las reuniones que mantenían desde 1711 un grupo de amigos en Madrid en el palacio del marqués de Villena –Juan Manuel Fernández Pacheco-, y que encontraron como motivo de reunión y objetivo principal de la tertulia –algo característicamente ilustrado- elaborar un diccionario para “(…) calificar la energía y elegancia de la Lengua, así para el uso de extranjeros, como para curiosidad de la Nación: y sobre todo para su mayor aplauso y gloria, porque es común vanidad de todas hacer pública la vivacidad y pureza de su Lengua”. El impulso respondía a la consideración dieciochesca de que la Lengua castellana había adquirido su mayor grado de madurez y pureza durante el XVI, y se había acabado de afirmar durante el XVII. A la Academia le correspondía ahora, como indicaría su lema, “limpiar”, “fijar” y “dar esplendor” a las palabras del español.

Este empeño se vio recompensado con el reconocimiento, en 1713, de la protección real. Nombrado primer presidente de la Real Academia Fernández Pacheco, éste nombró a 24 académicos que se encargarían de elaborar el Diccionario. Para ello, Pacheco propuso partir de ciento diez autores reconocidos desde la Edad Media, de cuya obra se obtendrían las voces del diccionario. A ellas se añadirían otras procedentes de romances, poesía popular, refranes y proverbios, etc., más las definiciones de términos científicos. Sorprende hoy en día la amplitud de criterio de los académicos, que no dudaron en incorporar los autores más importantes del desprestigiado Barroco español –Góngora y Quevedo entre otros- o La Celestina.

En 1726 se publicó el primer tomo del Diccionario, apellidado de autoridades al incorporar un ejemplo de uso de cada palabra en la obra de un autor reconocido. En 1739 acabó de publicarse el último tomo, pronto seguido de una Ortografía (1742), y más tarde de una Gramática (1771) que pasó a usarse frecuentemente en las escuelas primarias.

            La Real Academia, en la actualidad, tiene su sede en la calle Felipe IV de Madrid, en un edificio inaugurado para este fin en 1894. Del antiguo palacio del marqués de Villena, primer lugar de reunión de los académicos, sólo queda la ostentosa fachada en la Plaza de las Descalzas de Madrid.

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