Don Juan Manuel. El Conde Lucanor

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Cuento II. Lo que sucedió a un hombre bueno con su hijo

OTRA vez, hablando el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, le dijo que estaba muy preocupado por algo que quería hacer, pues, si acaso lo hiciera, muchas personas encontrarían motivo para criticárselo; pero, si dejara de hacerlo, creía él mismo que también se lo podrían censurar con razón. Contó a Patronio de qué se trataba y le rogó que le aconsejase en este asunto.

—Señor Conde Lucanor —dijo Patronio—, ciertamente sé que encontraréis a muchos que podrían aconsejaros mejor que yo y, como Dios os hizo de buen entendimiento, mi consejo no os hará mucha falta; pero, como me lo habéis pedido, os diré lo que pienso de este asunto. Señor Conde Lucanor —continuó Patronio—, me gustaría mucho que pensarais en la historia de lo que ocurrió a un hombre bueno con su hijo.

El conde le pidió que le contase lo que les había pasado, y así dijo Patronio:

—Señor, sucedió que un buen hombre tenía un hijo que, aunque de pocos años, era de muy fino entendimiento. Cada vez que el padre quería hacer alguna cosa, el hijo le señalaba todos sus inconvenientes y, como hay pocas cosas que no los tengan, de esta manera le impedía llevar acabo algunos proyectos que eran buenos para su hacienda. Vos, señor conde, habéis de saber que, cuanto más agudo entendimiento tienen los jóvenes, más inclinados están a confundirse en sus negocios, pues saben cómo comenzarlos, pero no saben cómo los han de terminar, y así se equivocan con gran daño para ellos, si no hay quien los guíe. Pues bien, aquel mozo, por la sutileza de entendimiento y, al mismo tiempo, por su poca experiencia, abrumaba a su padre en muchas cosas de las que hacía. Y cuando el padre hubo soportado largo tiempo este género de vida con su hijo, que le molestaba constantemente con sus observaciones, acordó actuar como os contaré para evitar más perjuicios a su hacienda, por las cosas que no podía hacer y, sobre todo, para aconsejar y mostrar a su hijo cómo debía obrar en futuras empresas.

            Este buen hombre y su hijo eran labradores y vivían cerca de una villa. Un día de mercado dijo el padre que irían los dos allí para comprar algunas cosas que necesitaban, y acordaron llevar una bestia para traer la carga. Y camino del mercado, yendo los dos a pie y la bestia sin carga alguna, se encontraron con unos hombres que ya volvían. Cuando, después de los saludos habituales, se separaron unos de otros, los que volvían empezaron a decir entre ellos que no les parecían muy juiciosos ni el padre ni el hijo, pues los dos caminaban a pie mientras la bestia iba sin peso alguno. El buen hombre, al oírlo, preguntó a su hijo qué le parecía lo que habían dicho aquellos hombres, contestándole el hijo que era verdad, porque, al ir el animal sin carga, no era muy sensato que ellos dos fueran a pie. Entonces el padre mandó a su hijo que subiese en la cabalgadura.

            Así continuaron su camino hasta que se encontraron con otros hombres, los cuales, cuando se hubieron alejado un poco, empezaron a comentar la equivocación del padre, que, siendo anciano y viejo, iba a pie, mientras el mozo, que podría caminar sin fatigarse, iba a lomos del animal. De nuevo preguntó el buen hombre a su hijo qué pensaba sobre lo que habían dicho, y este le contestó que parecían tener razón. Entonces el padre mandó a su hijo bajar de la bestia y se acomodó él sobre el animal.

            Al poco rato se encontraron con otros que criticaron la dureza del padre, pues él, que estaba acostumbrado a los más duros trabajos, iba cabalgando, mientras que el joven, que aún no estaba acostumbrado a las fatigas, iba a pie. Entonces preguntó aquel buen hombre a su hijo qué le parecía lo que decían estos otros, replicándole el hijo que, en su opinión, decían la verdad. Inmediatamente el padre mandó a su hijo subir con él en la cabalgadura para que ninguno caminase a pie.

            Y yendo así los dos, se encontraron con otros hombres, que comenzaron a decir que la bestia que montaban era tan flaca y tan débil que apenas podía soportar su peso, y que estaba muy mal que los dos fueran montados en ella. El buen hombre preguntó otra vez a su hijo qué le parecía lo que habían dicho aquellos, contestándole el joven que, a su juicio, decían la verdad. Entonces el padre se dirigió al hijo con estas palabras:

            —Hijo mío, como recordarás, cuando salimos de nuestra casa, íbamos los dos a pie y la bestia sin carga, y tú decías que te parecía bien hacer así el camino. Pero después nos encontramos con unos hombres que nos dijeron que aquello no tenía sentido, y te mandé subir al animal, mientras que yo iba a pie. Y tú dijiste que eso sí estaba bien. Después encontramos otro grupo de personas, que dijeron que esto último no estaba bien, y por ello te mandé bajar y yo subí, y tú también pensaste que esto era lo mejor. Como nos encontramos con otros que dijeron que aquello estaba mal, yo te mandé subir conmigo en la bestia, y a ti te pareció que era mejor ir los dos montados. Pero ahora estos últimos dicen que no está bien que los dos vayamos montados en esta única bestia, y a ti también te parece verdad lo que dicen. Y como todo ha sucedido así, quiero que me digas cómo podemos hacerlo para no ser criticados de las gentes: pues íbamos los dos a pie, y nos criticaron; luego también nos criticaron, cuando tú ibas a caballo y yo a pie; volvieron a censurarnos por ir yo a caballo y tú a pie, y ahora que vamos los dos montados también nos lo critican. He hecho todo esto para enseñarte cómo llevar en adelante tus asuntos, pues alguna de aquellas monturas teníamos que hacer y, habiendo hecho todas, siempre nos han criticado. Por eso debes estar seguro de que nunca harás algo que todos aprueben, pues si haces alguna cosa buena, los malos y quienes no saquen provecho de ella te criticarán; por el contrario, si es mala, los buenos, que aman el bien, no podrán aprobar ni dar por buena esa mala acción. Por eso, si quieres hacer lo mejor y más conveniente, haz lo que creas que más te beneficia y no dejes de hacerlo por temor al qué dirán, a menos que sea algo malo, pues es cierto que la mayoría de las veces la gente habla de las cosas a su antojo, sin pararse a pensar en lo más conveniente.

            Y a vos, Conde Lucanor, pues me pedís consejo para eso que deseáis hacer, temiendo que os critiquen por ello y que igualmente os critiquen si no lo hacéis, yo os recomiendo que, antes de comenzarlo, miréis el daño o provecho que os puede causar, que no os confiéis sólo a vuestro juicio y que no os dejéis engañar por la fuerza de vuestro deseo, sino que os dejéis aconsejar por quienes sean inteligentes, leales y capaces de guardar un secreto. Pero, si no encontráis tal consejero, no debéis precipitaros nunca en lo que hayáis de hacer y dejad que pasen al menos un día y una noche, si son cosas que pueden posponerse. Si seguís estas recomendaciones en todos vuestros asuntos y después los encontráis útiles y provechosos para vos, os aconsejo que nunca dejéis de hacerlos por miedo a las críticas de la gente.

El consejo de Patronio le pareció bueno al conde, que obró según él y le fue muy provechoso.

Y, cuando don Juan escuchó esta historia, la mandó poner en este libro e hizo estos versos que dicen así y que encierran toda la moraleja:

Por críticas de gentes, mientras que no hagáis mal,

buscad vuestro provecho y no os dejéis llevar.

Cuento V. Lo que sucedió a una zorra con un cuervo que tenía un pedazo de queso en el pico

HABLANDO otro día el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, le dijo:

—Patronio, un hombre que se llama mi amigo comenzó a alabarme y me dio a entender que yo tenía mucho poder y muy buenas cualidades. Después de tantos halagos me propuso un negocio, que a primera vista me pareció muy provechoso.

Entonces el conde contó a Patronio el trato que su amigo le proponía y, aunque parecía efectivamente de mucho interés, Patronio descubrió que pretendían engañar al conde con hermosas palabras. Por eso le dijo:

—Señor Conde Lucanor, debéis saber que ese hombre os quiere engañar y así os dice que vuestro poder y vuestro estado son mayores de lo que en realidad son. Por eso, para que evitéis ese engaño que os prepara, me gustaría que supierais lo que sucedió a un cuervo con una zorra.

Y el conde le preguntó lo ocurrido.

—Señor Conde Lucanor —dijo Patronio—, el cuervo encontró una vez un gran pedazo de queso y se subió a un árbol para comérselo con tranquilidad, sin que nadie le molestara. Estando así el cuervo, acertó a pasar la zorra debajo del árbol y, cuando vio el queso, empezó a urdir la forma de quitárselo. Con ese fin le dijo:

            —Don Cuervo, desde hace mucho tiempo he oído hablar de vos, de vuestra nobleza y de vuestra gallardía, pero aunque os he buscado por todas partes, ni Dios ni mi suerte me han permitido encontraros antes. Ahora que os veo, pienso que sois muy superior a lo que me decían. Y para que veáis que no trato de lisonjearos, no sólo os diré vuestras buenas prendas, sino también los defectos que os atribuyen. Todos dicen que, como el color de vuestras plumas, ojos, patas y garras es negro, y como el negro no es tan bonito como otros colores, el ser vos tan negro os hace muy feo, sin darse cuenta de su error pues, aunque vuestras plumas son negras, tienen un tono azulado, como las del pavo real, que es la más bella de las aves. Y pues vuestros ojos son para ver, como el negro hace ver mejor, los ojos negros son los mejores y por ello todos alaban los ojos de la gacela, que los tiene más oscuros que ningún animal. Además, vuestro pico y vuestras uñas son más fuertes que los de ninguna otra ave de vuestro tamaño. También quiero deciros que voláis con tal ligereza que podéis ir contra el viento, aunque sea muy fuerte, cosa que otras muchas aves no pueden hacer tan fácilmente como vos. Y así creo que, como Dios todo lo hace bien, no habrá consentido que vos, tan perfecto en todo, no pudieseis cantar mejor que el resto de las aves, y porque Dios me ha otorgado la dicha de veros y he podido comprobar que sois más bello de lo que dicen, me sentiría muy dichosa de oír vuestro canto.

            Señor Conde Lucanor, pensad que, aunque la intención de la zorra era engañar al cuervo, siempre le dijo verdades a medias y, así, estad seguro de que una verdad engañosa producirá los peores males y perjuicios.

            Cuando el cuervo se vio tan alabado por la zorra, como era verdad cuanto decía, creyó que no lo engañaba y, pensando que era su amiga, no sospechó que lo hacía por quitarle el queso. Convencido el cuervo por sus palabras y halagos, abrió el pico para cantar, por complacer a la zorra. Cuando abrió la boca, cayó el queso a tierra, lo cogió la zorra y escapó con él. Así fue engañado el cuervo por las alabanzas de su falsa amiga, que le hizo creerse más hermoso y más perfecto de lo que realmente era.

            Y vos, señor Conde Lucanor, pues veis que, aunque Dios os otorgó muchos bienes, aquel hombre os quiere convencer de que vuestro poder y estado aventajan en mucho la realidad, creed que lo hace por engañaros. Y, por tanto, debéis estar prevenido y actuar como hombre de buen juicio.

Al conde le agradó mucho lo que Patronio le dijo e hízolo así. Por su buen consejo evitó que lo engañaran.

Y como don Juan creyó que este cuento era bueno, lo mandó poner en este libro e hizo estos versos, que resumen la moraleja. Estos son los versos:

Quien te encuentra bellezas que no tienes,

siempre busca quitarte algunos bienes.

Cuento VI. Lo que sucedió a la golondrina con los otros pájaros cuando vio sembrar el lino

OTRA vez, hablando el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, le dijo:

—Patronio, me han asegurado que unos nobles, que son vecinos míos y mucho más fuertes que yo, se están juntando contra mí y, con malas artes, buscan la manera de hacerme daño; yo no lo creo ni tengo miedo, pero, como confío en vos, quiero pediros que me aconsejéis si debo estar preparado contra ellos.

—Señor Conde Lucanor —dijo Patronio— para que podáis hacer lo que en este asunto me parece más conveniente, me gustaría mucho que supierais lo que sucedió a la golondrina con las demás aves.

El conde le preguntó qué había ocurrido.

—Señor Conde Lucanor —dijo Patronio— la golondrina vio que un hombre sembraba lino y, guiada por su buen juicio, pensó que, cuando el lino creciera, los hombres podrían hacer con él redes y lazos para cazar a los pájaros. Inmediatamente se dirigió a estos, los reunió y les dijo que los hombres habían plantado lino y que, si llegara a crecer, debían estar seguros de los peligros y daños que ello suponía. Por eso les aconsejó ir a los campos de lino y arrancarlo antes de que naciese. Les hizo esa propuesta porque es más fácil atacar los males en su raíz, pero después es mucho más difícil. Sin embargo, las demás aves no le dieron ninguna importancia y no quisieron arrancar la simiente. La golondrina les insistió muchas veces para que lo hicieran, hasta que vio cómo los pájaros no se daban cuenta del peligro ni les preocupaba; pero, mientras tanto, el lino seguía encañando y las aves ya no podían arrancarlo con sus picos y patas. Cuando los pájaros vieron que el lino estaba ya muy crecido y que no podían reparar el daño que se les avecinaba, se arrepintieron por no haberle puesto remedio antes, aunque sus lamentaciones fueron inútiles pues ya no podían evitar su mal.

            Antes de esto que os he contado, viendo la golondrina que los demás pájaros no querían remediar el peligro que los amenazaba, habló con los hombres, se puso bajo su protección y ganó tranquilidad y seguridad para sí y para su especie. Desde entonces las golondrinas viven seguras y sin daño entre los hombres, que no las persiguen. A las demás aves, que no supieron prevenir el peligro, las acosan y cazan todos los días con redes y lazos.

            Y vos, señor Conde Lucanor, si queréis evitar el daño que os amenaza, estad precavido y tomad precauciones antes de que sea ya demasiado tarde: pues no es prudente el que ve las cosas cuando ya suceden o han ocurrido, sino quien por un simple indicio descubre el peligro que corre y pone soluciones para evitarlo.

Al conde le agradó mucho este consejo, actuó de acuerdo con él y le fue muy bien.

Como don Juan vio que este era un buen cuento, lo mandó poner en este libro e hizo unos versos que dicen así:

Los males al comienzo debemos arrancar,

porque una vez crecidos, ¿quién los atajará?

Cuento VII. Lo que sucedió a una mujer que se llamaba doña Truhana

OTRA vez estaba hablando el Conde Lucanor con Patronio de esta manera:

—Patronio, un hombre me ha propuesto una cosa y también me ha dicho la forma de conseguirla. Os aseguro que tiene tantas ventajas que, si con la ayuda de Dios pudiera salir bien, me sería de gran utilidad y provecho, pues los beneficios se ligan unos con otros, de tal forma que al final serán muy grandes.

Y entonces le contó a Patronio cuanto él sabía. Al oírlo Patronio, contestó al conde:

—Señor Conde Lucanor, siempre oí decir que el prudente se atiene a las realidades y desdeña las fantasías, pues muchas veces a quienes viven de ellas les suele ocurrir lo que a doña Truhana.

El conde le preguntó lo que le había pasado a esta.

—Señor conde —dijo Patronio—, había una mujer que se llamaba doña Truhana, que era más pobre que rica, la cual, yendo un día al mercado, llevaba una olla de miel en la cabeza. Mientras iba por el camino, empezó a pensar que vendería la miel y que, con lo que le diesen, compraría una partida de huevos, de los cuales nacerían gallinas, y que luego, con el dinero que le diesen por las gallinas, compraría ovejas, y así fue comprando y vendiendo, siempre con ganancias, hasta que se vio más rica que ninguna de sus vecinas.

            Luego pensó que, siendo tan rica, podría casar bien a sus hijos e hijas, y que iría acompañada por la calle de yernos y nueras y, pensó también que todos comentarían su buena suerte pues había llegado a tener tantos bienes aunque había nacido muy pobre.

            Así, pensando en esto, comenzó a reír con mucha alegría por su buena suerte y, riendo, riendo, se dio una palmada en la frente, la olla cayó al suelo y se rompió en mil pedazos. Doña Truhana, cuando vio la olla rota y la miel esparcida por el suelo, empezó a llorar y a lamentarse muy amargamente porque había perdido todas las riquezas que esperaba obtener de la olla si no se hubiera roto. Así, porque puso toda su confianza en fantasías, no pudo hacer nada de lo que esperaba y deseaba tanto.

            Vos, señor conde, si queréis que lo que os dicen y lo que pensáis sean realidad algún día, procurad siempre que se trate de cosas razonables y no fantasías o imaginaciones dudosas y vanas. Y cuando quisiereis iniciar algún negocio, no arriesguéis algo muy vuestro, cuya pérdida os pueda ocasionar dolor, por conseguir un provecho basado tan sólo en la imaginación.

Al conde le agradó mucho esto que le contó Patronio, actuó de acuerdo con la historia y, así, le fue muy bien.

Y como a don Juan le gustó este cuento, lo hizo escribir en este libro y compuso estos versos:

En realidades ciertas os podéis confiar,

mas de las fantasías os debéis alejar.

Cuento IX. Lo que sucedió a los dos caballos con el león

UN día hablaba el Conde Lucanor con su consejero Patronio y le dijo:

—Patronio, desde hace mucho tiempo tengo un enemigo que me ha hecho mucho daño y yo a él, de modo que por obras y pensamientos estamos muy enemistados. Y ahora sucede que otro caballero, más poderoso que nosotros dos, está haciendo algunas cosas de las que ambos tememos que nos pueda venir mucho daño. Mi enemigo me ha sugerido que nos unamos y preparemos nuestra defensa contra el que desea atacarnos, pues si los dos estamos unidos le haremos frente con facilidad; pero si uno abandona al otro, cualquiera de nosotros que vaya contra aquel caballero no podrá vencerlo y, cuando uno de los dos sea derrotado, el que sobreviva será vencido aún más fácilmente. Por eso tengo serias dudas en este asunto, pues si hacemos las paces habremos de fiarnos el uno del otro, por lo cual, si aquel enemigo mío me quiere engañar y si yo estuviese en sus manos, mi vida correría peligro; pero por otra parte, si no nos unimos como me sugiere, nos puede venir mucho daño, tal como os he dicho. Por la confianza que tengo en vos y por vuestro buen juicio, os ruego que me deis consejo para obrar como mejor deba.

—Señor Conde Lucanor —dijo Patronio—, la cosa es importante y al mismo tiempo peligrosa. Para que mejor sepáis lo que debéis hacer, me gustaría contaros lo que ocurrió en Túnez a dos caballeros que vivían con el infante don Enrique.

El conde le pidió que se lo contara.

—Señor conde —comenzó Patronio—, dos caballeros que estaban en Túnez con el infante don Enrique eran muy amigos y vivían juntos. Estos dos caballeros no tenían sino un caballo cada uno, y mientras ellos se estimaban y respetaban, sus caballos se tenían un odio feroz. Como los caballeros no eran tan ricos que pudieran pagar estancias distintas, y por la malquerencia de sus caballos no podían compartirlas, llevaban una vida muy enojosa. Cuando pasó cierto tiempo y vieron que no había solución, se lo contaron al infante don Enrique y le pidieron como favor que echara aquellos caballos a un león que tenía el rey de Túnez.

            Don Enrique habló con el rey de Túnez, que les pagó muy bien los caballos y los mandó meter en el patio donde estaba el león. Al verse los caballos juntos en aquel lugar, antes de que el león saliese de su jaula empezaron a pelear con mucha ira. Estando en lo más violento de su pelea, abrieron la jaula del león y, cuando los caballos lo vieron suelto por el patio, se echaron a temblar y se fueron acercando el uno al otro. Cuando estuvieron juntos, se quedaron así un rato y luego se lanzaron los dos contra el león, al que atacaron con cascos y dientes de modo tan violento que hubo de buscar refugio en su jaula. Los dos caballos quedaron sin daño, porque el león no pudo herirlos ni siquiera levemente y, después de esto, los dos caballos se hicieron tan amigos que comían en el mismo pesebre y dormían juntos en la misma cuadra, aunque era muy pequeña. Esta amistad nació entre ellos por el miedo que les produjo la presencia del león.

            Vos, señor Conde Lucanor, si creéis que vuestro enemigo tiene tanto miedo del otro porque le puede causar mucho daño y os necesita tanto a vos que forzosamente ha de olvidar vuestras antiguas rencillas, pues piensa que sin vos no puede defenderse, creo que, del mismo modo que los caballos se fueron acercando poco a poco hasta perder el recelo mutuo y estuvieron bien seguros el uno del otro, así vos debéis confiar poco a poco en vuestro antiguo enemigo. Y si siempre encontráis en él buenas obras y fidelidad, de modo que estéis seguro de que nunca os hará daño, por muy bien que vayan sus cosas, entonces haréis bien y os será muy útil ir en su ayuda para que no os destruya ni conquiste aquel otro enemigo; pues en muchas ocasiones debemos soportar, perdonar y auxiliar a nuestros parientes y vecinos para que nos defiendan contra los extraños. Pero si viereis que vuestro enemigo es de tal condición que, desde que le hayáis ayudado y sacado del peligro, al tener sus tierras a salvo, se levantará contra vos y no podréis confiar en él, no sería muy sensato que le ayudarais sino que debéis apartaros de él cuanto podáis, porque habréis comprobado que, aunque estaba él en un trance muy apurado, no quiso olvidar su antiguo recelo contra vos, sino que esperaba el momento oportuno de causar vuestro daño, con lo cual queda bien patente que no deberéis ayudarle a salir del peligro en que ahora se encuentra.

Al conde le agradó mucho lo que Patronio le dijo, pues comprendió que le daba un buen consejo.

Y como don Juan vio que este cuento era muy bueno, lo mandó poner en este libro e hizo los versos que dicen así:

Estando vuestras tierras protegidas de daño,

evitad las argucias que urden los extraños.

Cuento X. Lo que ocurrió a un hombre que por pobreza y falta de otro alimento comía altramuces

OTRO día hablaba el Conde Lucanor con Patronio de este modo:

—Patronio, bien sé que Dios me ha dado tantos bienes y mercedes que yo no puedo agradecérselos como debiera, y sé también que mis propiedades son ricas y extensas; pero a veces me siento tan acosado por la pobreza que me da igual la muerte que la vida. Os pido que me deis algún consejo para evitar esta congoja.

—Señor Conde Lucanor —dijo Patronio—, para que encontréis consuelo cuando eso os ocurra, os convendría saber lo que les ocurrió a dos hombres que fueron muy ricos.

El conde le pidió que le contase lo que les había sucedido.

—Señor Conde Lucanor —dijo Patronio—, uno de estos hombres llegó a tal extremo de pobreza que no tenía absolutamente nada que comer. Después de mucho esforzarse para encontrar algo con que alimentarse, no halló sino una escudilla llena de altramuces. Al acordarse de cuán rico había sido y verse ahora hambriento, con una escudilla de altramuces como única comida, pues sabéis que son tan amargos y tienen tan mal sabor, se puso a llorar amargamente; pero, como tenía mucha hambre, empezó a comérselos y, mientras los comía, seguía llorando y las pieles las echaba tras de sí. Estando él con este pesar y con esta pena, notó que a sus espaldas caminaba otro hombre y, al volver la cabeza, vio que el hombre que le seguía estaba comiendo las pieles de los altramuces que él había tirado al suelo. Se trataba del otro hombre de quien os dije que también había sido rico.

            Cuando aquello vio el que comía los altramuces, preguntó al otro por qué se comía las pieles que él tiraba. El segundo le contestó que había sido más rico que él, pero ahora era tanta su pobreza y tenía tanta hambre que se alegraba mucho si encontraba, al menos, pieles de altramuces con que alimentarse. Al oír esto, el que comía los altramuces se tuvo por consolado, pues comprendió que había otros más pobres que él, teniendo menos motivos para desesperarse. Con este consuelo, luchó por salir de su pobreza y, ayudado por Dios, salió de ella y otra vez volvió a ser rico.

            Y vos, señor Conde Lucanor, debéis saber que, aunque Dios ha hecho el mundo según su voluntad y ha querido que todo esté bien, no ha permitido que nadie lo posea todo. Mas, pues en tantas cosas Dios os ha sido propicio y os ha dado bienes y honra, si alguna vez os falta dinero o estáis en apuros, no os pongáis triste ni os desaniméis, sino pensad que otros más ricos y de mayor dignidad que vos estarán tan apurados que se sentirían felices si pudiesen ayudar a sus vasallos, aunque fuera menos de lo que vos lo hacéis con los vuestros.

Al conde le agradó mucho lo que dijo Patronio, se consoló y, con su esfuerzo y con la ayuda de Dios, salió de aquella penuria en la que se encontraba.

Y viendo don Juan que el cuento era muy bueno, lo mandó poner en este libro e hizo los versos que dicen así:

Por padecer pobreza nunca os desaniméis,

porque otros más pobres un día encontraréis.

Cuento XIII. Lo que sucedió a un hombre que cazaba perdices

HABLABA otra vez el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, y le dijo:

—Patronio, algunos nobles muy poderosos y otros que lo son menos, a veces, hacen daño a mis tierras o a mis vasallos, pero, cuando nos encontramos, se excusan por ello, diciéndome que lo hicieron obligados por la necesidad, sintiéndolo muchísimo y sin poder evitarlo. Como yo quisiera saber lo que debo hacer en tales circunstancias, os ruego que me deis vuestra opinión sobre este asunto.

—Señor Conde Lucanor —dijo Patronio—, lo que me habéis contado, y sobre lo cual me pedís consejo, se parece mucho a lo que ocurrió a un hombre que cazaba perdices.

El conde le pidió que se lo contase.

—Señor conde —dijo Patronio—, había un hombre que tendió sus redes para cazar perdices y, cuando ya había cobrado bastantes, el cazador volvió junto a la red donde estaban sus presas. A medida que las iba cogiendo, las sacaba de la red y las mataba y, mientras esto hacía, el viento, que le daba de lleno en los ojos, le hacía llorar. Al ver esto, una de las perdices, que estaba dentro de la malla, comenzó a decir a sus compañeras:

            —¡Mirad, amigas, lo que le pasa a este hombre! ¡Aunque nos está matando, mirad cómo siente nuestra muerte y por eso llora!

            Pero otra perdiz que estaba revoloteando por allí, que por ser más vieja y más sabia que la otra no había caído en la red, le respondió:

            —Amiga, doy gracias a Dios porque me he salvado de la red y ahora le pido que nos salve a todas mis amigas y a mí de un hombre que busca nuestra muerte, aunque dé a entender con lágrimas que lo siente mucho.

            Vos, señor Conde Lucanor, evitad siempre al que os hace daño, aunque os dé a entender que lo siente mucho; pero si alguno os perjudica, no buscando vuestra deshonra, y el daño no es muy grave para vos, si se trata de una persona a la que estéis agradecido, que además lo ha hecho forzada por las circunstancias, os aconsejo que no le concedáis demasiada importancia, aunque debéis procurar que no se repita tan frecuentemente que llegue a dañar vuestro buen nombre o vuestros intereses. Pero si os perjudica voluntariamente, romped con él para que vuestros bienes y vuestra fama no se vean lesionados o perjudicados.

El conde vio que este era un buen consejo que Patronio le daba, lo siguió y todo le fue bien.

Y viendo don Juan que el cuento era bueno, lo mandó poner en este libro e hizo estos versos:

A quien te haga mal, aunque sea a su pesar,

busca siempre la forma de poderlo alejar.

Cuento XIV. Milagro que hizo Santo Domingo cuando predicó en el entierro de un comerciante

OTRO día, hablando de sus asuntos el Conde Lucanor con Patronio, le dijo:

—Patronio, algunos me aconsejan que reúna la mayor cantidad posible de dinero, y aun me dicen que esto me conviene más que ninguna otra cosa. Por eso os ruego que me deis vuestra opinión sobre este asunto.

—Señor conde —dijo Patronio—, aunque a los grandes señores os sea necesario tener dinero en muchas ocasiones y, sobre todo, para que nunca incumpláis vuestros deberes por su falta, no por eso podéis pensar en reunir sólo dinero, abandonando otras obligaciones que tenéis con vuestros vasallos, así como las propias de vuestro estado y dignidad, pues si actuarais de ese modo podría sucederos lo que a un lombardo que vivió en Bolonia.

El conde le preguntó qué le había sucedido.

—Señor conde —dijo Patronio—, había en Bolonia un lombardo que acumuló grandes riquezas sin mirar nunca su procedencia, pues sólo buscaba acrecentarlas día a día. El lombardo enfermó muy gravemente, y uno de sus amigos, cuando lo vio tan próximo a la muerte, le pidió que se confesara con santo Domingo, que a la sazón estaba en Bolonia. El lombardo accedió a confesarse.

            Pero cuando llamaron al santo, este vio que era voluntad del Señor que aquel mal hombre sufriese las penas que merecían sus culpas y, por eso, no fue, sino que mandó un fraile para confesarlo. Cuando los hijos del comerciante supieron que se había hecho llamar a santo Domingo, se entristecieron, pensando que el buen santo mandaría a su padre devolver todos sus bienes a cambio de la salvación de su alma, por lo que de esta forma quedarían ellos en la miseria. Así, al llegar el fraile, le dijeron que su padre estaba con sudores y que lo llamarían cuando estuviera un poco mejor.

            Al poco, el padre perdió el habla y murió sin poder hacerlo más preciso para la salvación de su alma. Cuando al otro día lo llevaron a enterrar, pidieron a santo Domingo que predicase en la ceremonia. Así lo hizo el santo, pero, cuando hubo de hablar sobre el difunto, citó estas palabras del evangelio que dicen: «Ubi est thesaurus tuus, ibi est cortuum         , que significan en romance: «Donde está tu tesoro, allí está tu corazón   . Dicho esto, se dirigió a los presentes con estas palabras:

            —Hermanos, para que veáis que el evangelio dice siempre la verdad, buscad el corazón de este hombre ya fallecido, aunque os afamo que no podréis encontrarlo dentro del cuerpo sino en el arca donde guardaba su tesoro.

            Empezaron a buscarle el corazón en el cuerpo, pero no lo encontraron allí, sino en el arca, como había asegurado el santo. El corazón estaba lleno de gusanos y olía peor que la cosa más podrida y hedionda del mundo.

            Y vos, señor Conde Lucanor, aunque el dinero, como antes os he dicho, es bueno, procurad siempre dos cosas: conseguirlo por medios lícitos y honrados, y no desearlo tanto que os veáis obligado a hacer lo que no os convenga o que vaya en perjuicio de vuestra honra o de vuestros deberes; porque antes debéis intentar reunir un tesoro de buenas obras para lograr clemencia ante Dios y buena fama ante el mundo.

Al conde le agradó mucho este consejo que Patronio le dio y obró según él y le fue muy bien.

Y viendo don Juan que este cuento era muy bueno, lo hizo poner en este libro y compuso estos versos:

Amarás sobre todo el tesoro verdadero,

despreciarás, en fin, el bien perecedero.

Cuento XVII. Lo que sucedió a un hombre con otro que lo convidó a comer

OTRA vez hablaba el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, y le dijo:

—Patronio, ha venido un hombre y me ha dicho que hará una cosa muy provechosa para mí, pero, al decírmelo, pensé que su ofrecimiento era tan débil que preferiría él que no lo aceptase. Yo pienso que, por una parte, me interesaría mucho hacer lo que me sugiere, aunque tengo reparos para aceptar su oferta, pues creo que me la ha hecho sólo por cumplir. Como sois de tan buen juicio, os ruego que me digáis lo que os parece que deba hacer en este caso.

—Señor Conde Lucanor —dijo Patronio—, para que hagáis en esto lo que me parece más favorable para vos, me gustaría mucho que supierais lo que sucedió a un hombre con otro que le convidó a comer.

El conde le rogó que le contase lo que entre ellos había ocurrido.

—Señor Conde Lucanor —dijo Patronio—, había un hombre honrado que había sido muy rico pero se había arruinado totalmente, y le resultaba muy vergonzoso y humillante pedir ayuda a sus amigos para poder comer. Por esta razón pasaba muchas veces pobreza y hambre. Un día estaba muy preocupado, pues no tenía nada para comer, y acertó a pasar por la casa de un conocido suyo que estaba comiendo; cuando su amigo lo vio pasar, le dijo por simple cortesía si aceptaba comer con él. El hombre honrado, movido por tanta necesidad, le dijo, después de lavarse las manos:

            —Con mucho gusto, amigo mío, porque tanto me habéis pedido e insistido para que coma con vos, que os haría una grave descortesía si rechazara vuestro amistoso y cálido ofrecimiento.

            Dicho esto se sentó a comer, sació su hambre y quedó más contento. Al poco, Dios le fue propicio y lo sacó de aquella miseria en que vivía.

            Vos, señor Conde Lucanor, como juzgáis que lo que ese hombre os ofrece es muy provechoso para vos, simulad que aceptáis por darle gusto, sin pensar que lo hace por cumplir, y no esperéis a que insista mucho más, pues podría ser que no os renovara su ofrecimiento y entonces sería humillante para vos pedirle lo que ahora os ofrece.

El conde lo vio bien y pensó que era un buen consejo, obró según él y le resultó de gran provecho.

Y viendo don Juan que el cuento era muy útil, lo mandó escribir en este libro e hizo estos versos:

Cuando tu provecho pudieras encontrar

no debieras hacerte mucho de rogar.

Cuento XXIX. Lo que sucedió a una zorra que se tendió en la calle y se hizo la muerta

HABLANDO otro día el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, le dijo así:

—Patronio, un pariente mío vive en un lugar donde le hacen frecuentes atropellos, que no puede impedir por falta de poder, y los nobles de allí querrían que hiciese alguna cosa que les sirviera de pretexto para juntarse contra él. A mi pariente le resulta muy penoso sufrir cuantas afrentas le hacen y está dispuesto a arriesgarlo todo antes que seguir viviendo de ese modo. Como yo quisiera que él hiciera lo más conveniente, os ruego que me digáis qué debo aconsejarle para que viva como mejor pueda en aquellas tierras.

—Señor Conde Lucanor —dijo Patronio—, para que le podáis aconsejar lo que debe hacer, me gustaría que supierais lo sucedido a una zorra que se hizo la muerta.

El conde le preguntó cómo había pasado eso.

—Señor Conde Lucanor —dijo Patronio—, una zorra entró una noche en un corral donde había gallinas y tanto se entretuvo en comerlas que, cuando pensó marcharse, ya era de día y las gentes estaban en las calles. Cuando comprobó que no se podía esconder, salió sin hacer ruido a la calle y se echó en el suelo como si estuviese muerta. Al verla, la gente pensó que lo estaba y nadie le hizo caso.

            Al cabo de un rato pasó por allí un hombre que dijo que los cabellos de la frente de la zorra eran buenos para evitar el mal de ojo a los niños, y, así, le trasquiló con unas tijeras los pelos de la frente.

            Después se acercó otro, que dijo lo mismo sobre los pelos del lomo; después otro, que le cortó los de la ijada; y tantos le cortaron el pelo que la dejaron repelada. A pesar de todo, la zorra no se movió, porque pensaba que perder el pelo no era un daño muy grave.

            Después se acercó otro hombre, que dijo que la uña del pulgar de la zorra era muy buena para los tumores; y se la quitó. La zorra seguía sin moverse.

            Después llegó otro que dijo que los dientes de zorra eran buenos para el dolor de muelas. Le quitó uno, y la zorra tampoco se movió esta vez.

            Por último, pasado un rato, llegó uno que dijo que el corazón de la zorra era bueno para el dolor del corazón, y echó mano al cuchillo para sacárselo. Viendo la zorra que le querían quitar el corazón, y que si se lo quitaban no era algo de lo que pudiera prescindir, y que por ello moriría, pensó que era mejor arriesgarlo todo antes que perder ciertamente su vida. Y así se esforzó por escapar y salvó la vida.

            Y vos, señor conde, aconsejad a vuestro pariente que dé a entender que no le preocupan esas ofensas y que las tolere, si Dios lo puso en una tierra donde no puede evitarlas ni tampoco vengarlas como corresponde, mientras esas ofensas y agravios los pueda soportar sin gran daño para él y sin pérdida de la honra; pues cuando uno no se tiene por ofendido, aunque le afrenten, no sentirá humillación. Pero, en cuanto los demás sepan que se siente humillado, si desde ese momento no hace cuanto debe para recuperar su honor, será cada vez más afrentado y ofendido. Y por ello es mejor soportar las ofensas leves, pues no pueden ser evitadas; pero si los ofensores cometieren agravios o faltas a la honra, será preciso arriesgarlo todo y no soportar tales afrentas, porque es mejor morir en defensa de la honra o de los derechos de su estado, antes que vivir aguantando indignidades y humillaciones.

El conde pensó que este era un buen consejo.

Y don Juan lo mandó poner en este libro e hizo estos versos que dicen así:

Soporta las cosas mientras pudieras,

y véngate sólo cuando debieras.

Cuento XXX. Lo que sucedió al Rey Abenabet de Sevilla con Romaiquía, su mujer

UN día hablaba el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, de este modo:

—Patronio, mirad lo que me sucede con un hombre: muchas veces me pide que lo ayude y lo socorra con algún dinero; aunque, cada vez que así lo hago, me da muestras de agradecimiento, cuando me vuelve a pedir, si no queda contento con cuanto le doy, se enfada, se muestra descontentadizo y parece haber olvidado cuantos favores le he hecho anteriormente. Como sé de vuestro buen juicio, os ruego que me aconsejéis el modo de portarme con él.

—Señor Conde Lucanor —dijo Patronio—, me parece que os ocurre con este hombre lo que le sucedió al rey Abenabet de Sevilla con Romaiquía, su mujer.

El conde le preguntó qué les había pasado.

—Señor conde —dijo Patronio—, el rey Abenabet estaba casado con Romaiquía y la amaba más que a nadie en el mundo. Ella era muy buena y los moros aún la recuerdan por sus dichos y hechos ejemplares; pero tenía un defecto, y es que a veces era antojadiza y caprichosa.

            Sucedió que un día, estando en Córdoba en el mes de febrero, cayó una nevada y, cuando Romaiquía vio la nieve, se puso a llorar. El rey le preguntó por qué lloraba, y ella le contestó que porque nunca la dejaba ir a sitios donde nevara. El rey, para complacerla, pues Córdoba es una tierra cálida y allí no suele nevar, mandó plantar almendros en toda la sierra de Córdoba, para que, al florecer en febrero, pareciesen cubiertos de nieve y la reina viera cumplido su deseo.

            Y otra vez, estando Romaiquía en sus habitaciones, que daban al río, vio a una mujer, que, descalza en la glera, removía el lodo para hacer adobes. Y cuando la reina la vio, comenzó a llorar. El rey le preguntó el motivo de su llanto, y ella le contestó que nunca podía hacer lo que quería, ni siquiera lo que aquella humilde mujer. El rey, para complacerla, mandó llenar de agua de rosas un gran lago que hay en Córdoba; luego ordenó que lo vaciaran de tierra y llenaran de azúcar, canela, espliego, clavo, almizcle, ámbar y algalia, y de cuantas especias desprenden buenos olores. Por último, mandó arrancar la paja, con la que hacen los adobes, y plantar allí caña de azúcar. Cuando el lago estuvo lleno de estas cosas y el lodo era lo que podéis imaginar, dijo el rey a su esposa que se descalzase y que pisara aquel lodo e hiciese con él cuantos adobes gustara.

            Otra vez, porque se le antojó una cosa, comenzó a llorar Romaiquía. El rey le preguntó por qué lloraba y ella le contestó que cómo no iba a llorar si él nunca hacía nada por darle gusto. El buen rey, viendo que ella no apreciaba tantas cosas como había hecho por complacerla y no sabiendo qué más pudiera hacer, le dijo en árabe estas palabras: «Wa la mahar aten?        ; que quiere decir: «¿Ni siquiera el día de lodo?  ; para darle a entender que, si se había olvidado de tantos caprichos en los que él la había complacido, debía recordar siempre el lodo que él había mandado preparar para contentarla.

            Y así a vos, señor conde, si ese hombre olvida y no agradece cuanto por él habéis hecho, simplemente porque no lo hicisteis como él quisiera, os aconsejo que no hagáis nada por él que os perjudique. Y también os aconsejo que, si alguien hiciese por vos algo que os favorezca, pero después no hace todo lo que vos quisierais, no por eso olvidéis el bien que os ha hecho.

Al conde le pareció este un buen consejo, lo siguió y le fue muy bien.

Y viendo don Juan que esta era una buena historia, la mandó poner en este libro e hizo los versos, que dicen así:

Por quien no agradece tus favores,

no abandones nunca tus labores.

Cuento XXXI. Lo que ocurrió entre los canónigos y los franciscanos en París

OTRO día hablaba el Conde Lucanor con Patronio, su consejero y le dijo:

—Patronio, un amigo mío y yo querríamos hacer alguna cosa muy provechosa y de mucha honra para los dos; yo podría hacerla ya, pero no me atrevo hasta que venga él. Por el buen entendimiento que os concedió Dios, os pido vuestro consejo en este asunto.

—Señor conde —dijo Patronio—, para que hagáis lo que me parece más provechoso, me gustaría contaros lo que ocurrió a los canónigos y a los frailes franciscanos en París.

El conde le pidió que se lo contara.

—Señor conde —dijo Patronio—, los canónigos decían que, como ellos eran cabeza de la Iglesia, debían tocar las horas antes que nadie. Los frailes alegaban, por su parte, que ellos debían estudiar, levantarse a maitines y que no podían perder horas de estudio. Alegaron, además, que, estando exentos de obediencia al obispo, no tenían por qué esperar a nadie.

            El pleito duró mucho tiempo y costó mucho dinero a las dos partes, por los abogados y por llevar el asunto a Roma. Al fin, un nuevo papa encargó de esto a un cardenal y le ordenó que fallara el pleito inmediatamente.

            El cardenal hizo que le entregaran el sumario del proceso, que era tan grande que verlo daba espanto. Cuando el cardenal tuvo delante todo el sumario, citó a ambas partes para que vinieran a escuchar la sentencia y, cuando, personadas las partes, estaban delante del tribunal, el cardenal mandó destruir todos los papeles y les dijo así:

            —Amigos, este pleito ha durado mucho, habéis gastado en él mucho dinero y os habéis hecho mucho daño; como yo no quiero dilatarlo, sentencio que el que se despierte antes, taña antes.

Y vos, señor conde Lucanor, si la cosa es conveniente para ambos, y vos solo la podéis hacer, os aconsejo que la hagáis sin demora, pues muchas veces se pierden las buenas empresas por aplazarlas y después, cuando querríamos hacerlas, ya no es posible.

Con esta historia, el conde se sintió bien aconsejado, lo hizo así y le salió muy bien.

Y viendo don Juan que este cuento era bueno, lo mandó poner en este libro e hizo estos versos, que dicen así:

Si algo muy provechoso tú puedes hacer

no dejes que con el tiempo se te pueda perder.

Cuento XXXII. Lo que sucedió a un rey con los burladores que hicieron el paño

OTRA vez le dijo el Conde Lucanor a su consejero Patronio:

—Patronio, un hombre me ha propuesto un asunto muy importante, que será muy provechoso para mí; pero me pide que no lo sepa ninguna persona, por mucha confianza que yo tenga en ella, y tanto me encarece el secreto que afirma que puedo perder mi hacienda y mi vida, si se lo descubro a alguien. Como yo sé que por vuestro claro entendimiento ninguno os propondría algo que fuera engaño o burla, os ruego que me digáis vuestra opinión sobre este asunto.

—Señor Conde Lucanor —dijo Patronio—, para que sepáis lo que más os conviene hacer en este negocio, me gustaría contaros lo que sucedió a un rey moro con tres pícaros granujas que llegaron a palacio.

Y el conde le preguntó lo que había pasado.

—Señor conde —dijo Patronio—, tres pícaros fueron a palacio y dijeron al rey que eran excelentes tejedores, y le contaron cómo su mayor habilidad era hacer un paño que sólo podían ver aquellos que eran hijos de quienes todos creían su padre, pero que dicha tela nunca podría ser vista por quienes no fueran hijos de quien pasaba por padre suyo.

            Esto le pareció muy bien al rey, pues por aquel medio sabría quiénes eran hijos verdaderos de sus padres y quiénes no, para, de esta manera, quedarse él con sus bienes, porque los moros no heredan a sus padres si no son verdaderamente sus hijos. Con esta intención, les mandó dar una sala grande para que hiciesen aquella tela.

            Los pícaros pidieron al rey que les mandase encerrar en aquel salón hasta que terminaran su labor y, de esta manera, se vería que no había engaño en cuanto proponían. Esto también agradó mucho al rey, que les dio oro, y plata, y seda, y cuanto fue necesario para tejer la tela. Y después quedaron encerrados en aquel salón.

            Ellos montaron sus telares y simulaban estar muchas horas tejiendo. Pasados varios días, fue uno de ellos a decir al rey que ya habían empezado la tela y que era muy hermosa; también le explicó con qué figuras y labores la estaban haciendo, y le pidió que fuese a verla él solo, sin compañía de ningún consejero. Al rey le agradó mucho todo esto.

            El rey, para hacer la prueba antes en otra persona, envió a un criado suyo, sin pedirle que le dijera la verdad. Cuando el servidor vio a los tejedores y les oyó comentar entre ellos las virtudes de la tela, no se atrevió a decir que no la veía. Y así, cuando volvió a palacio, dijo al rey que la había visto. El rey mandó después a otro servidor, que afamó también haber visto la tela.

            Cuando todos los enviados del rey le aseguraron haber visto el paño, el rey fue a verlo. Entró en la sala y vio a los falsos tejedores hacer como si trabajasen, mientras le decían: «Mirad esta labor. ¿Os place esta historia? Mirad el dibujo y apreciad la variedad de los colores” . Y aunque los tres se mostraban de acuerdo en lo que decían, la verdad es que no habían tejido tela alguna. Cuando el rey los vio tejer y decir cómo era la tela, que otros ya habían visto, se tuvo por muerto, pues pensó que él no la veía porque no era hijo del rey, su padre, y por eso no podía ver el paño, y temió que, si lo decía, perdería el reino. Obligado por ese temor, alabó mucho la tela y aprendió muy bien todos los detalles que los tejedores le habían mostrado. Cuando volvió a palacio, comentó a sus cortesanos las excelencias y primores de aquella tela y les explicó los dibujos e historias que había en ella, pero les ocultó todas sus sospechas.

            A los pocos días, y para que viera la tela, el rey envió a su gobernador, al que le había contado las excelencias y maravillas que tenía el paño. Llegó el gobernador y vio a los pícaros tejer y explicar las figuras y labores que tenía la tela, pero, como él no las veía, y recordaba que el rey las había visto, juzgó no ser hijo de quien creía su padre y pensó que, si alguien lo supiese, perdería honra y cargos. Con este temor, alabó mucho la tela, tanto o más que el propio rey.

            Cuando el gobernador le dijo al rey que había visto la tela y le alabó todos sus detalles y excelencias, el monarca se sintió muy desdichado, pues ya no le cabía duda de que no era hijo del rey a quien había sucedido en el trono. Por este motivo, comenzó a alabar la calidad y belleza de la tela y la destreza de aquellos que la habían tejido.

            Al día siguiente envió el rey a su valido, y le ocurrió lo mismo. ¿Qué más os diré? De esta manera, y por temor a la deshonra, fueron engañados el rey y todos sus vasallos, pues ninguno osaba decir que no veía la tela.

            Así siguió este asunto hasta que llegaron las fiestas mayores y pidieron al rey que vistiese aquellos paños para la ocasión. Los tres pícaros trajeron la tela envuelta en una sábana de lino, hicieron como si la desenvolviesen y, después, preguntaron al rey qué clase de vestidura deseaba. El rey les indicó el traje que quería. Ellos le tomaron medidas y, después, hicieron como si cortasen la tela y la estuvieran cosiendo.

            Cuando llegó el día de la fiesta, los tejedores le trajeron al rey la tela cortada y cosida, haciéndole creer que lo vestían y le alisaban los pliegues. Al terminar, el rey pensó que ya estaba vestido, sin atreverse a decir que él no veía la tela.

            Y vestido de esta forma, es decir, totalmente desnudo, montó a caballo para recorrer la ciudad; por suerte, era verano y el rey no padeció el frío.

            Todas las gentes lo vieron desnudo y, como sabían que el que no viera la tela era por no ser hijo de su padre, creyendo cada uno que, aunque él no la veía, los demás sí, por miedo a perder la honra, permanecieron callados y ninguno se atrevió a descubrir aquel secreto. Pero un negro, palafrenero del rey, que no tenía honra que perder, se acercó al rey y le dijo: «Señor, a mí me da lo mismo que me tengáis por hijo de mi padre o de otro cualquiera, y por eso os digo que o yo soy ciego, o vais desnudo     .

            El rey comenzó a insultarlo, diciendo que, como él no era hijo de su padre, no podía ver la tela.

            Al decir esto el negro, otro que lo oyó dijo lo mismo, y así lo fueron diciendo hasta que el rey y todos los demás perdieron el miedo a reconocer que era la verdad; y así comprendieron el engaño que los pícaros les habían hecho. Y cuando fueron a buscarlos, no los encontraron, pues se habían ido con lo que habían estafado al rey gracias a este engaño.

            Así, vos, señor Conde Lucanor, como aquel hombre os pide que ninguna persona de vuestra confianza sepa lo que os propone, estad seguro de que piensa engañaros, pues debéis comprender que no tiene motivos para buscar vuestro provecho, ya que apenas os conoce, mientras que, quienes han vivido con vos, siempre procurarán serviros y favoreceros.

El conde pensó que era un buen consejo, lo siguió y le fue muy bien.

Viendo don Juan que este cuento era bueno, lo mandó escribir en este libro y compuso estos versos que dicen así:

A quien te aconseja encubrir de tus amigos

más le gusta engañarte que los higos.

Cuento XXXIII. Lo que sucedió a un halcón sacre del infante don Manuel con una garza y un águila

HABLABA otra vez el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, de este modo:

—Patronio, a mí me ha ocurrido muchas veces estar en guerra con otros señores y, cuando la guerra se ha terminado, aconsejarme unos que descanse y viva en paz, y otros, que emprenda nuevas luchas contra los moros. Como sé que nadie podrá aconsejarme mejor que vos, os ruego que me digáis lo que debo hacer en esta disyuntiva.

—Señor Conde Lucanor —dijo Patronio—, para que en este caso hagáis lo más conveniente, me gustaría mucho que supierais lo que ocurrió a unos halcones cazadores de garzas y, en concreto, lo ocurrido a un halcón sacre del Infante don Manuel.

El conde le pidió que se lo contara.

—Señor Conde Lucanor —dijo Patronio—, el infante don Manuel estaba un día de caza cerca de Escalona y lanzó un halcón sacre contra una garza; subiendo el halcón detrás de la garza, un águila se lanzó contra él. El halcón, por miedo al águila, abandonó a la garza y empezó a huir; el águila, al ver que no podía alcanzarlo, se alejó. Cuando el águila se retiró, el halcón volvió a la garza y procuró cogerla y matarla. Estando ya el halcón muy cerca de la garza, el águila se lanzó de nuevo contra el halcón, que huyó como la vez anterior. Se alejó otra vez el águila y el halcón voló de nuevo hacia la garza. Así ocurrió tres o cuatro veces: siempre que el águila se iba, volvía el halcón a la garza, pero cuando el halcón se acercaba a la garza, volvía a aparecer el águila para matarlo.

            Al ver el halcón que el águila no le permitiría matar a la garza, la dejó, y voló por encima del águila y la atacó tantas veces y con tanta fortuna, hiriéndola siempre, que la hizo huir. Después de esto, el halcón volvió a la garza y, cuando volaban muy alto, volvió otra vez el águila para atacarlo. Cuando vio el halcón que cuanto había hecho no le servía de nada, volvió a volar por encima del águila y se dejó caer sobre ella con uñas y garras, y con tanta fuerza que le rompió un ala. Al verla caer, con el ala quebrada, volvió el halcón contra la garza y la mató. Obró así porque pensaba que no debía abandonar su caza, después de haberse desembarazado del águila, que se lo impedía.

            Y a vos, señor Conde Lucanor, pues sabéis que vuestra caza, y honra y todo vuestro bien, tanto para el cuerpo como para el alma, consiste en servir a Dios, y sabéis además que, según vuestro estado, como mejor podéis servir a Dios es luchando contra los moros, para ensalzar la santa fe católica, os aconsejo yo que, cuando estéis libre de otros ataques, emprendáis la lucha contra los moros. Así lograréis muchas ventajas, pues serviréis a Dios y además cumpliréis con las obligaciones de vuestro estado, aumentando vuestra honra y no comiendo el pan de balde, cosa que no corresponde a ningún honrado caballero, ya que los señores, cuando están ociosos, no aprecian como deben a los demás, ni hacen por ellos todo lo que como señores deberían hacer, sino que se dedican a cosas y diversiones impropias de su hidalga condición. Como a los señores os es bueno y provechoso tener siempre alguna obligación, tened por cierto que, de cuantas ocupaciones existen, ninguna es tan buena, ni tan honrada, ni tan provechosa para el cuerpo y para el alma, como luchar contra los moros. Recordad por eso el cuento tercero de este libro, el del salto que dio el Rey Ricardo de Inglaterra y lo que consiguió con haberlo dado; pensad también que habéis de morir y que en vuestra vida habéis cometido muchas ofensas contra Dios, que es muy justo, por lo que no podréis evitar el castigo que merecen vuestros pecados. Pero mirad, si os es posible, de encontrar un medio para que vuestros pecados sean perdonados por Dios, porque, si encontráis la muerte luchando contra los moros, habiendo hecho penitencia, seréis un mártir de la fe y estaréis entre los bienaventurados, y, aunque no muráis en batalla, las buenas obras y vuestra buena intención os salvarán.

El conde consideró este consejo como muy bueno, prometió ponerlo en práctica y pidió a Dios que le ayudara para que se cumpliera siempre su voluntad.

Y viendo don Juan que este cuento era bueno, lo mandó escribir en este libro, e hizo estos versos que dicen así:

Si Dios te concediera honda seguridad,

intenta tú ganarte feliz eternidad.

Cuento XXXIV. Lo que sucedió a un ciego que llevaba a otro

EN esta ocasión hablaba el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, de esta manera:

—Patronio, un familiar mío, en quien confío totalmente y de cuyo amor estoy seguro, me aconseja ir a un lugar que me infunde cierto temor. Mi pariente me insiste y dice que no debo tener miedo alguno, pues antes perdería él la vida que consentir mi daño. Por eso, os ruego que me aconsejéis qué debo hacer.

—Señor Conde Lucanor —dijo Patronio—, para aconsejaros debidamente me gustaría mucho que supierais lo que le ocurrió a un ciego con otro.

Y el conde le preguntó qué había ocurrido.

—Señor conde —continuó Patronio—, un hombre vivía en una ciudad, perdió la vista y quedó ciego. Y estando así, pobre y ciego, lo visitó otro ciego que vivía en la misma ciudad, y le propuso ir ambos a otra villa cercana, donde pedirían limosna y tendrían con qué alimentarse y sustentarse.

            El primer ciego le dijo que el camino hasta aquella ciudad tenía pozos, barrancos profundos y difíciles puertos de montaña; y por ello temía hacer aquel camino.

            El otro ciego le dijo que desechase aquel temor, porque él lo acompañaría y así caminaría seguro. Tanto le insistió y tantas ventajas le contó del cambio, que el primer ciego lo creyó y partieron los dos.

            Cuando llegaron a los lugares más abruptos y peligrosos, cayó en un barranco el ciego que, como conocedor del camino, llevaba al otro, y también cayó el ciego que sospechó los peligros del viaje.

            Vos, señor conde, si justificadamente sentís recelo y la aventura es peligrosa, no corráis ningún riesgo a pesar de lo que vuestro buen pariente os propone, aunque os diga que morirá él antes que vos; porque os será de muy poca utilidad su muerte si vos también corréis el mismo peligro y podéis morir.

El conde pensó que era este un buen consejo, obró según él y sacó de ello provecho.

Y viendo don Juan que el cuento era bueno, lo mandó poner en este libro e hizo unos versos que dicen así:

Nunca te metas donde corras peligro

aunque te asista un verdadero amigo.

Cuento XXXV. Lo que sucedió a un mancebo que casó con una muchacha muy rebelde

OTRA vez hablaba el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, y le decía:

—Patronio, un pariente mío me ha contado que lo quieren casar con una mujer muy rica y más ilustre que él, por lo que esta boda le sería muy provechosa si no fuera porque, según le han dicho algunos amigos, se trata de una doncella muy violenta y colérica. Por eso os ruego que me digáis si le debo aconsejar que se case con ella, sabiendo cómo es, o si le debo aconsejar que no lo haga.

—Señor conde —dijo Patronio—, si vuestro pariente tiene el carácter de un joven cuyo padre era un honrado moro, aconsejadle que se case con ella; pero si no es así, no se lo aconsejéis.

El conde le rogó que le contase lo sucedido.

Patronio le dijo que en una ciudad vivían un padre y su hijo, que era excelente persona, pero no tan rico que pudiese realizar cuantos proyectos tenía para salir adelante. Por eso el mancebo estaba siempre muy preocupado, pues siendo tan emprendedor no tenía medios ni dinero.

En aquella misma ciudad vivía otro hombre mucho más distinguido y más rico que el primero, que sólo tenía una hija, de carácter muy distinto al del mancebo, pues cuanto en él había de bueno, lo tenía ella de malo, por lo cual nadie en el mundo querría casarse con aquel diablo de mujer.

Aquel mancebo tan bueno fue un día a su padre y le dijo que, pues no era tan rico que pudiera darle cuanto necesitaba para vivir, se vería en la necesidad de pasar miseria y pobreza o irse de allí, por lo cual, si él daba su consentimiento, le parecía más juicioso buscar un matrimonio conveniente, con el que pudiera encontrar un medio de llevar a cabo sus proyectos. El padre le contestó que le gustaría mucho poder encontrarle un matrimonio ventajoso.

Dijo el mancebo a su padre que, si él quería, podía intentar que aquel hombre bueno, cuya hija era tan mala, se la diese por esposa. El padre, al oír decir esto a su hijo, se asombró mucho y le preguntó cómo había pensado aquello, pues no había nadie en el mundo que la conociese que, aunque fuera muy pobre, quisiera casarse con ella. El hijo le contestó que hiciese el favor de concertarle aquel matrimonio. Tanto le insistió que, aunque al padre le pareció algo muy extraño, le dijo que lo haría.

Marchó luego a casa de aquel buen hombre, del que era muy amigo, y le contó cuanto había hablado con su hijo, diciéndole que, como el mancebo estaba dispuesto a casarse con su hija, consintiera en su matrimonio. Cuando el buen hombre oyó hablar así a su amigo, le contestó:

—Por Dios, amigo, si yo autorizara esa boda sería vuestro peor amigo, pues tratándose de vuestro hijo, que es muy bueno, yo pensaría que le hacía grave daño al consentir su perjuicio o su muerte, porque estoy seguro de que, si se casa con mi hija, morirá, o su vida con ella será peor que la misma muerte. Mas no penséis que os digo esto por no aceptar vuestra petición, pues, si la queréis como esposa de vuestro hijo, a mí mucho me contentará entregarla a él o a cualquiera que se la lleve de esta casa.

Su amigo le respondió que le agradecía mucho su advertencia, pero, como su hijo insistía en casarse con ella, le volvía a pedir su consentimiento.

Celebrada la boda, llevaron a la novia a casa de su marido y, como eran moros, siguiendo sus costumbres les prepararon la cena, les pusieron la mesa y los dejaron solos hasta la mañana siguiente. Pero los padres y parientes del novio y de la novia estaban con mucho miedo, pues pensaban que al día siguiente encontrarían al joven muerto o muy mal herido.

Al quedarse los novios solos en su casa, se sentaron a la mesa y, antes de que ella pudiese decir nada, miró el novio a una y otra parte y, al ver a un perro, le dijo ya bastante airado:

—¡Perro, danos agua para las manos!

El perro no lo hizo. El mancebo comenzó a enfadarse y le ordenó con más ira que les trajese agua para las manos. Pero el perro seguía sin obedecerle. Viendo que el perro no lo hacía, el joven se levantó muy enfadado de la mesa y, cogiendo la espada, se lanzó contra el perro, que, al verlo venir así, emprendió una veloz huida, perseguido por el mancebo, saltando ambos por entre la ropa, la mesa y el fuego; tanto lo persiguió que, al fin, el mancebo le dio alcance, lo sujetó y le cortó la cabeza, las patas y las manos, haciéndolo pedazos y ensangrentando toda la casa, la mesa y la ropa.

Después, muy enojado y lleno de sangre, volvió a sentarse a la mesa y miró en derredor. Vio un gato, al que mandó que trajese agua para las manos; como el gato no lo hacía, le gritó:

—¡Cómo, falso traidor! ¿No has visto lo que he hecho con el perro por no obedecerme? Juro por Dios que, si tardas en hacer lo que mando, tendrás la misma muerte que el perro.

El gato siguió sin moverse, pues tampoco es costumbre suya llevar el agua para las manos. Como no lo hacía, se levantó el mancebo, lo cogió por las patas y lo estrelló contra una pared, haciendo de él más de cien pedazos y demostrando con él mayor ensañamiento que con el perro.

Así, indignado, colérico y haciendo gestos de ira, volvió a la mesa y miró a todas partes. La mujer, al verle hacer todo esto, pensó que se había vuelto loco y no decía nada.

Después de mirar por todas partes, vio a su caballo, que estaba en la cámara y, aunque era el único que tenía, le mandó muy enfadado que les trajese agua para las manos; pero el caballo no le obedeció. Al ver que no lo hacía, le gritó:

—¡Cómo, don caballo! ¿Pensáis que, porque no tengo otro caballo, os respetaré la vida si no hacéis lo que yo mando? Estáis muy confundido, pues si, para desgracia vuestra, no cumplís mis órdenes, juro ante Dios daros tan mala muerte como a los otros, porque no hay nadie en el mundo que me desobedezca que no corra la misma suerte.

El caballo siguió sin moverse. Cuando el mancebo vio que el caballo no lo obedecía, se acercó a él, le cortó la cabeza con mucha rabia y luego lo hizo pedazos.

Al ver su mujer que mataba al caballo, aunque no tenía otro, y que decía que haría lo mismo con quien no le obedeciese, pensó que no se trataba de una broma y le entró tantísimo miedo que no sabía si estaba viva o muerta.

Él, así, furioso, ensangrentado y colérico, volvió a la mesa, jurando que, si mil caballos, hombres o mujeres hubiera en su casa que no le hicieran caso, los mataría a todos. Se sentó y miró a un lado y a otro, con la espada llena de sangre en el regazo; cuando hubo mirado muy bien, al no ver a ningún ser vivo sino a su mujer, volvió la mirada hacia ella con mucha ira y le dijo con muchísima furia, mostrándole la espada:

—Levantaos y dadme agua para las manos.

La mujer, que no esperaba otra cosa sino que la despedazaría, se levantó a toda prisa y le trajo el agua que pedía. Él le dijo:

—¡Ah! ¡Cuántas gracias doy a Dios porque habéis hecho lo que os mandé! Pues de lo contrario, y con el disgusto que estos estúpidos me han dado, habría hecho con vos lo mismo que con ellos.

Después le ordenó que le sirviese la comida y ella le obedeció. Cada vez que le mandaba alguna cosa, tan violentamente se lo decía y con tal voz que ella creía que su cabeza rodaría por el suelo.

Así ocurrió entre los dos aquella noche, que nunca hablaba ella sino que se limitaba a obedecer a su marido. Cuando ya habían dormido un rato, le dijo él:

—Con tanta ira como he tenido esta noche, no he podido dormir bien. Procurad que mañana no me despierte nadie y preparadme un buen desayuno.

Cuando aún era muy de mañana, los padres, madres y parientes se acercaron a la puerta y, como no se oía a nadie, pensaron que el novio estaba muerto o gravemente herido. Viendo por entre las puertas a la novia y no al novio, su temor se hizo muy grande.

Ella, al verlos junto a la puerta, se les acercó muy despacio y, llena de temor, comenzó a increparles:

—¡Locos, insensatos! ¿Qué hacéis ahí? ¿Cómo os atrevéis a llegar a esta puerta? ¿No os da miedo hablar? ¡Callaos, si no, todos moriremos, vosotros y yo!

Al oírla decir esto, quedaron muy sorprendidos. Cuando supieron lo ocurrido entre ellos aquella noche, sintieron gran estima por el mancebo porque había sabido imponer su autoridad y hacerse él con el gobierno de su casa. Desde aquel día en adelante, fue su mujer muy obediente y llevaron muy buena vida.

Pasados unos días, quiso su suegro hacer lo mismo que su yerno, para lo cual mató un gallo; pero su mujer le dijo:

—En verdad, don Fulano, que os decidís muy tarde, porque de nada os valdría aunque mataseis cien caballos: antes tendríais que haberlo hecho, que ahora nos conocemos de sobra.

Y concluyó Patronio:

—Vos, señor conde, si vuestro pariente quiere casarse con esa mujer y vuestro familiar tiene el carácter de aquel mancebo, aconsejadle que lo haga, pues sabrá mandar en su casa; pero si no es así y no puede hacer todo lo necesario para imponerse a su futura esposa, debe dejar pasar esa oportunidad. También os aconsejo a vos que, cuando hayáis de tratar con los demás hombres, les deis a entender desde el principio cómo han de portarse con vos.

El conde vio que este era un buen consejo, obró según él y le fue muy bien.

Como don Juan comprobó que el cuento era bueno, lo mandó escribir en este libro e hizo estos versos que dicen así:

Si desde un principio no muestras quién eres,

nunca podrás después, cuando quisieres.

Cuento XXXVI. Lo que sucedió a un mercader que encontró a su mujer y a su hijo durmiendo juntos

UN día hablaba el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, muy enfadado por una cosa que le habían contado y por la cual él se sentía muy ofendido; también le dilo a Patronio que tomaría tal venganza de ello que todos lo recordarían para siempre.

Cuando Patronio lo vio tan furioso y tan colérico, le dijo:

—Señor conde, me gustaría mucho que supierais lo que le sucedió a un mercader que fue un día a comprar consejos.

El conde le preguntó qué le había pasado.

—Señor conde —dijo Patronio—, en una villa vivía un hombre muy sabio que no tenía otra ocupación ni otro trabajo sino el de vender consejos. El mercader, cuando se enteró, fue a casa de aquel hombre tan sabio y le pidió que le vendiese uno de sus consejos. El sabio le preguntó de qué precio lo quería, pues según el precio así sería el consejo. El mercader le respondió que lo quería de un maravedí. El sabio cogió la moneda y le dijo al mercader:

            —Amigo, cuando alguien os invite a comer, si no sabéis qué platos vendrán después, hartaos del primero.

            El mercader le dijo que no le había vendido un consejo demasiado bueno, pero el sabio le contestó que tampoco él le había pagado por otro mejor. El mercader, entonces, le pidió que le diese un consejo que valiera una dobla, y se la dio. El sabio le aconsejó que, cuando se sintiera muy ofendido y quisiera hacer algo lleno de ira, no se apurase ni se dejara llevar por la cólera hasta conocer bien toda la verdad.

            El mercader pensó que, comprando tales consejos, podría perder cuantas doblas tenía, por lo que no quiso seguir escuchando al sabio, aunque retuvo el segundo consejo en lo más profundo de su corazón.

            Y sucedió que el mercader partió por mar a lejanas tierras y, al partir, estaba su mujer embarazada. Allí permaneció tanto tiempo, ocupado en sus negocios, que el pequeño nació y llegó a la edad de veinte años. La madre, que no tenía más hijos y daba por muerto a su marido, se consolaba con aquel hijo, al que quería mucho como hijo y llamaba «marido       por el amor que tenía a su padre. El joven comía y dormía siempre con ella, como cuando era un niño muy pequeño, y así vivía ella muy honestamente, aunque con mucha pena, pues no le llegaban noticias de su marido.

            El mercader consiguió vender todas sus mercancías y volvió con una gran fortuna. Cuando llegó al puerto de la ciudad donde vivía, no dijo nada a nadie, se dirigió a su casa y se escondió para ver lo que pasaba.

            Hacia el mediodía, volvió a casa el hijo de aquella buena mujer y su madre le preguntó:

            —Dime, marido, ¿de dónde vienes?

            El mercader, que oyó a su mujer llamar marido a aquel mancebo, sintió gran pesar, pues creía que estaba casada con él o, en todo caso, amancebada, porque el hombre era muy joven, y esto le pareció al mercader una horrible ofensa.

            Pensó matarlos, pero, acordándose del consejo que le había costado una dobla, no se dejó llevar por la ira.

            Al atardecer se pusieron a comer. Cuando el mercader los vio así juntos, aún tuvo mayores deseos de matarlos, pero por el consejo que vos sabéis, no se dejó llevar por la cólera.

            Mas, al llegar la noche y verlos acostados en la misma cama, no pudo más, y se dirigió hacia ellos para matarlos. Pero, acordándose de aquel consejo, aunque estaba muy furioso, no hizo nada. Y antes de apagar la candela, empezó la madre a decirle al hijo, entre grandes lloros:

            —¡Ay, marido mío! Me han dicho que hoy ha llegado una nave de las tierras a las que fue vuestro padre. Por el amor de Dios os pido que vayáis al puerto mañana por la mañana muy pronto, y quiera Dios que puedan daros noticias suyas.

            Cuando el mercader oyó decir esto a su esposa, acordándose de que, al partir él, ella estaba encinta, comprendió que aquel joven era su hijo.

            Y no os maravilléis si os digo que el mercader se alegró mucho y dio gracias a Dios por evitar que los matara, como había querido hacer, lo que habría sido una horrible desgracia para él. También os digo que dio por bien gastada la dobla que el consejo le costó, pues siempre lo recordó y nunca actuó precipitadamente.

            Y vos, señor conde, aunque pensáis que os resulta muy difícil soportar esa injuria, no digáis nada hasta estar seguro de que es verdad, y así os aconsejo que no os dejéis llevar por la ira ni por la precipitación hasta que conozcáis todo el asunto, pues no se trata de algo que pueda perderse por esperar vos un poco, y, sin embargo, os podríais arrepentir muy pronto de vuestra precipitación.

El conde pensó que este era un buen consejo, obró según él, y le fue muy bien.

Y viendo don Juan que este cuento era bueno, lo mandó escribir en este libro e hizo estos versos:

Con la ira en las manos nunca debes obrar,

si no, da por seguro que te arrepentirás.

Cuento XXXVIII. Lo que sucedió a un hombre que iba cargado con piedras preciosas y se ahogó en el río

UN día dijo el conde a Patronio que deseaba mucho quedarse en una villa donde le tenían que dar mucho dinero, con el que esperaba lograr grandes beneficios, pero que al mismo tiempo temía quedarse allí, pues, entonces, correría peligro su vida. Y, así, le rogaba que le aconsejase qué debía hacer.

—Señor conde —dijo Patronio—, en mi opinión, para que hagáis en esto lo más juicioso, me gustaría que supierais lo que sucedió a un hombre que llevaba un tesoro al cuello y estaba pasando un río.

El conde le preguntó qué le había ocurrido.

—Señor conde —dijo Patronio—, había un hombre que llevaba a cuestas gran cantidad de piedras preciosas, y eran tantas que le pesaban mucho. En su camino tuvo que pasar un río y, como llevaba una carga tan pesada, se hundió más que si no la llevase. En la parte más honda del río, empezó a hundirse aún más.

            Cuando vio esto un hombre, que estaba en la orilla del río, comenzó a darle voces y a decirle que, si no abandonaba aquella carga, corría el peligro de ahogarse. Pero el pobre infeliz no comprendió que, si moría ahogado en el río, perdería la vida y también su tesoro, aunque podría salvarse desprendiéndose de las riquezas. Por la codicia, y pensando cuánto valían aquellas piedras preciosas, no quiso desprenderse de ellas y echarlas al río, donde murió ahogado y perdió la vida y su preciosa carga.

            A vos, señor Conde Lucanor, aunque el dinero y otras ganancias que podáis conseguir os vendrían bien, yo os aconsejo que, si en ese sitio peligra vuestra vida, no permanezcáis allí por lograr más dinero ni riquezas. También os aconsejo que jamás pongáis en peligro vuestra vida si no es asunto de honra o si, de no hacerlo, os resultara grave daño, pues el que en poco se estima y, por codicia o ligereza, arriesga su vida, es quien no aspira a hacer grandes obras; sin embargo, el que se tiene a sí mismo en mucho ha de hacer tales cosas que los otros también lo aprecien, pues el hombre no es valorado porque él se precie, sino porque los demás admiren en él sus buenas obras.

Tened, señor conde, por seguro que tal persona estimará en mucho su vida y no la arriesgará por codicia ni por cosa pequeña, pero en las ocasiones que de verdad merezcan arriesgar la vida, estad seguro de que nadie en el mundo lo hará tan bien como el que vale mucho y se estima en su justo valor.

El conde consideró bueno este ejemplo, obró según él y le fue muy bien.

Y como don Juan vio que este cuento era muy bueno, lo mandó poner en este libro y añadió estos versos que dicen así:

A quien por codicia su vida aventura,

sabed que sus bienes muy poco le duran.

Cuento XXXIX. Lo que sucedió a un hombre con las golondrinas y los gorriones

OTRA vez hablaba el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, de este modo:

—Patronio, no encuentro manera de evitar la guerra con uno de los dos vecinos que tengo. Pero, para que podáis aconsejarme lo más conveniente, debéis saber que el más fuerte vive más lejos de mí, mientras que el menos poderoso vive muy cerca.

—Señor conde —dijo Patronio—, para que hagáis lo más juicioso para vos, me gustaría que supierais lo que sucedió a un hombre con los gorriones y con las golondrinas.

El conde le preguntó qué le había sucedido.

—Señor conde —dijo Patronio—, había un hombre muy flaco, al que molestaba mucho el ruido de los pájaros cuando cantan, pues no lo dejaban dormir ni descansar, por lo cual pidió a un amigo suyo un remedio para alejar golondrinas y pardales.

            Le respondió su amigo que el remedio que él sabía sólo podría librarle de uno de los dos: o de los gorriones o de las golondrinas.

            El otro le respondió que, aunque la golondrina grita más y más fuerte, como va y viene según las estaciones, preferiría quedar libre de los ruidos del gorrión, que siempre vive en el mismo sitio.

            Señor conde, os aconsejo que no luchéis primero con el más poderoso, pues vive más lejos, sino con quien vive más cerca de vos, aunque su poder sea más pequeño.

Al conde le pareció este un buen consejo, se guió por él y le dio buenos resultados.

Como a don Juan le agradó mucho este cuento, lo mandó poner en este libro e hizo estos versos que dicen así:

Si de cualquier manera la guerra has de tener,

abate a tu vecino, no al de mayor poder.

Cuento XLIX. Lo que sucedió al que dejaron desnudo en una isla al acabar su mandato

OTRA vez hablaba el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, y le dijo:

—Patronio, muchos me dicen que, como soy tan ilustre y poderoso, debo aumentar mis bienes, mi poder y mi honra, pues esto es lo más indicado para mí y lo más propio de mi estado. Como sé que vuestros consejos son muy sabios y siempre lo han sido, os ruego que me digáis lo que, en vuestra opinión, más me favorece.

—Señor Conde Lucanor —dijo Patronio—, es muy difícil daros el consejo que me pedís por dos razones: la primera, porque, al aconsejaros, tendré que contrariar en parte vuestra voluntad; la segunda razón es que podría ser inoportuno contradecir los consejos que parecen favoreceros. Como en este caso se dan las dos circunstancias, me resulta muy arriesgado disuadiros de lo que os aconsejan. Sin embargo, como todo consejero, si es leal, no debe buscar sino el provecho de su señor, para lo cual deberá aconsejarle lo mejor que sepa, sin preocuparle nunca el propio provecho o el perjuicio que pueda venirle, ni el agrado o desagrado de su señor, os diré por ello lo que me parece que os será más útil y más honroso. Así, debo deciros que quienes os aconsejan aumentar vuestros bienes sólo a medias os dan buen consejo, que no es perfecto del todo ni tampoco es bueno para vos. Para que veáis esto mejor, me gustaría mucho que supierais lo que sucedió a un hombre al que le hicieron señor de su país.

El conde le preguntó lo que había ocurrido.

—Señor Conde Lucanor —dijo Patronio—, en un país tenían la costumbre de elegir a un hombre como señor para un solo año, durante el cual lo obedecían en todo. Pero al terminar el año, le quitaban cuanto poseía, lo llevaban a una isla desierta y lo dejaban desnudo, sin permitir que nadie lo acompañara.

            Sucedió una vez que fue elegido como señor un hombre mucho más inteligente y más previsor que cualquiera de sus antecesores. Como sabía que, al terminar su mandato, le harían lo mismo que a los otros, antes de que su mandato expirase, sin que nadie se enterara, mandó construir en la isla donde sería desterrado una casa grande y confortable, en la que guardó cuantas provisiones pudiera necesitar para el resto de su vida. La casa fue construida en un lugar tan oculto que nadie ni ninguno de los que lo habían elegido señor pudo descubrirla. También advirtió a algunos amigos y familiares que, si ellos veían que le faltaba algo de lo necesario, se lo enviasen, para que jamás careciese de alimentos o vestiduras.

            Cuando se cumplió el año y los de aquella tierra lo despojaron del mando, lo llevaron desnudo a la isla, como hacían con todos; pero él pudo vivir muy felizmente, pues, como había sido tan previsor al mandar construir aquella casa, puedo vivir en ella contento y feliz.

            Vos, señor Conde Lucanor, si queréis escuchar mi consejo, pensad que, durante vuestra vida en este mundo, pues ciertamente tendréis que dejarla y partir desnudo hacia la otra vida, sin poder llevaros nada de aquí salvo las buenas obras, debéis procurar hacer tantas y tan grandes que, al abandonar este mundo, os hayáis construido una sólida morada en el otro; y aunque salgáis desnudo de este, tendréis ganada una mansión para la vida eterna. Sabed, además, que la vida del espíritu no se cuenta por años, pues el alma es eterna y no puede morir ni corromperse, sino que vive por los siglos de los siglos. Sabed, también, que Dios apunta las obras buenas y malas que hacen los hombres en este mundo, para darles un premio o un castigo en el otro, según sus merecimientos. Por todas estas razones, debo aconsejaros que hagáis tales obras en este mundo que, cuando lo abandonéis, encontréis buena mansión en el otro, donde viviréis eternamente, y que por las dignidades y honras de este mundo, que son vanas y perecederas, no queráis perder lo que ha de durar para siempre. Estas buenas obras que os digo debéis hacerlas sin ostentación ni vanagloria, para que, aunque sean conocidas por los demás, no parezcan fruto del orgullo o de la presunción. Además, pedid a vuestros amigos que hagan por vuestra alma lo que vos no hayáis podido terminar en la tierra. Pero, tenido todo esto en cuenta, pienso que no sólo podéis sino que debéis hacer cuanto esté en vuestras manos para mantener y acrecentar vuestra riqueza y poder.

El conde comprendió que este cuento no sólo era muy bueno sino que también guardaba un buen consejo; por ello, pidió al Señor que le ayudase para obrar como Patronio le había aconsejado.

Y viendo don Juan que esta historia era muy buena, la mandó escribir en este libro e hizo unos versos que dicen así:

Por este mundo vano, fugaz, perecedero,

no pierdas nunca el otro, mucho más duradero.

Epílogo. Lo que sucedió a un rey cristiano que era muy poderoso y muy soberbio

OTRA vez hablaba el Conde Lucanor con su consejero Patronio, y le dijo así:

—Patronio, muchos me dicen que la humildad es una de las virtudes que más agradan a Dios; otros afaman que los humildes son menospreciados por la gente y que son considerados cobardes y pobres de espíritu, por lo cual a los grandes señores les conviene ser soberbios. Como estoy seguro de que nadie puede saber mejor que vos cómo debe ser un gran señor, os ruego que me digáis cuál de estas dos cualidades es más conveniente y qué debo hacer en este asunto.

—Señor Conde Lucanor —dijo Patronio—, para que veáis qué es lo mejor y más provechoso para vos, me gustaría mucho que supierais lo que sucedió a un rey cristiano, que era muy poderoso y muy soberbio.

El conde le pidió que se lo contase.

—Señor conde —dijo Patronio—, en un país, cuyo nombre no recuerdo, vivía un rey muy joven, rico, poderoso y muy soberbio, tanto que asombraba a todos por su orgullo. A tanto llegó su soberbia que una vez, oyendo el Magníficat de la Virgen, al escuchar el versículo que dice «Deposuit potentes de sede et exaltavit humiles», que en castellano significa «Dios Nuestro Señor humilló a los poderosos y exaltó a los humildes», sintió gran pesar y mandó que en su reino se borrara ese versículo para poner en su lugar este otro: «Et exaltavit potentes in sede et humiles posuit in natus»; cuyo significado sería: «Dios exaltó a los poderosos en sus tronos y humilló a los humildes» .

            Nuestro Señor sintió mucho este cambio, pues con él se decía lo contrario de lo que había expresado la Virgen en ese cántico, ya que, cuando Nuestra Señora se vio madre del Hijo de Dios, al que concibió y alumbró siendo Virgen y sin menoscabo de su pureza, al verse Señora de los Cielos y de la Tierra, dijo de sí misma, alabando la humildad por encima de la demás virtudes: «Quia respexit humilitatem ancillae suae, ecce enim ex hoc benedictam me dicent omnes generationes»; es decir: «Porque Dios, mi señor, admiró en mí la humildad, me llamarán bienaventurada todas las generaciones    . Y así ocurrió, en efecto, porque nunca, ni antes ni después de la Virgen, pudo ser bienaventurada ninguna mujer, pues sólo ella, por sus virtudes, y sobre todo por su humildad, mereció los títulos de Madre de Dios y Reina de los Cielos y la Tierra, para ser colocada sobre los coros de los ángeles.

            Mas al rey soberbio le sucedió todo lo contrario, pues un día quiso ir a los baños y se dirigió allí con toda pompa y un numeroso cortejo. Para entrar en el agua, se tuvo que desnudar y dejó su manto y túnica fuera del baño; entonces, mientras se bañaba el rey, Dios envió un ángel a los baños que, por voluntad y deseo del Señor, tomó la forma del rey, se vistió con sus ropas y se hizo acompañar por todos los cortesanos camino del alcázar. A la puerta de la casa de baños quedaron unas ropas muy humildes y viejas, como las que llevan los mendigos que van de casa en casa.

            El rey, que aún seguía bañándose, no sabía nada de lo que había pasado. Cuando deseó salir del agua, llamó a sus camareros y cortesanos, ninguno de los cuales le respondió, puesto que todos se habían marchado ya, creyendo que acompañaban al rey. Al ver que nadie le contestaba, el rey se enfadó mucho y juró que castigaría a todos con horribles tormentos. Y sintiéndose humillado, salió del baño desnudo, pensando que alguno de sus camareros le daría con qué vestirse. Llegó al lugar donde debían de estar sus acompañantes, pero no encontró a ninguno y se volvió a la sala de baños, buscándolos por todas partes, sin encontrar absolutamente a nadie.

            Estando así muy preocupado y sin saber qué podía hacer, vio aquellas ropas tan pobres y viejas, que estaban tiradas en un rincón; pensó ponérselas y marchar en secreto a palacio, para tomar venganza muy cruel de quienes lo habían escarnecido y humillado. Vestido con aquellas ropas, sin que nadie lo reconociera, se dirigió al alcázar, cuya puerta estaba vigilada por un guardián a quien el rey conocía bien y que era, además, uno de los que lo habían acompañado hacía un rato a los baños; cuando se acercó a él, le dijo en voz muy baja que le abriese la puerta y lo llevara en secreto a sus habitaciones, para que nadie lo viera con tan pobres vestiduras.

            El guardián, que estaba armado con espada y maza, le preguntó quién era pues demostraba tanta osadía. El rey le contestó:

            —¡Ah, traidor! ¿No te basta la burla que me habéis hecho al dejarme solo y desnudo en el baño y obligarme a volver con estos andrajos? ¿Acaso no eres fulano y no sabes que soy vuestro rey, vuestro señor, al que habéis abandonado en la casa de baños? Abre ya la puerta, antes de que venga alguien que me reconozca, pues, si no lo haces, da por seguro que te torturaré antes de que te maten.

            Pero le contestó el guardián:

            —¡Loco, villano! ¿Qué amenazas son esas? Sigue tu camino y no digas más locuras, pues de lo contrario te daré un escarmiento, porque el rey ya hace tiempo que volvió de los baños, y todos lo acompañamos; además, ha comido y ahora está reposando, así que no alborotes, pues podrías despertarlo.

            Cuando el rey lo oyó decir esto, pensó que era por seguir la burla y, lleno de rabia y de vergüenza, lo atacó, queriendo arrancarle los cabellos. El guardia repelió el ataque, pero no lo quiso herir con la maza, aunque le dio un gran golpe con el mango, por lo cual el rey empezó a sangrar por muchas partes de la cabeza. El rey, al sentirse herido y ver que el guardián tenía espada y maza, mientras que él no tenía armas ni para atacar ni para defenderse, y creyendo que el soldado estaba loco, por lo que podría matarlo si seguía insistiendo, decidió irse a casa de su mayordomo y ocultarse allí hasta que curase de sus heridas. Pensó que, una vez repuesto, tomaría venganza de quienes lo habían humillado y escarnecido.

            Al llegar a casa de su mayordomo, tuvo peor suerte que con el guardián de palacio, por lo que también decidió alejarse rápidamente.

            Se dirigió entonces, de la forma más secreta, a casa de su esposa, la reina, creyendo que todas aquellas desgracias le habían sobrevenido porque sus vasallos no lo reconocían, cosa que sin duda no podría ocurrirle con la reina, su esposa. Cuando le hubo contado que él era el rey y que había sido golpeado por los guardias, la reina pensó que, si el verdadero rey, al que ella creía en su casa, llegara a saber que había prestado atención a sus palabras, se enfadaría muchísimo, por lo cual mandó que golpeasen a aquel loco y que lo echaran de su casa, por demostrar tan gran atrevimiento ante ella.

            El pobre rey, cuando se vio tan mal parado, no supo qué hacer y se fue a un hospital, donde estuvo muchos días para curar sus heridas. Cuando sentía hambre, se ponía a pedir de casa en casa; las gentes se burlaban y mofaban de él, diciéndole que cómo, siendo el rey de aquellas tierras, era tan pobre. Como todos se lo decían y tantas veces se lo repitieron, él llegó a creer que estaba loco y que su locura lo había llevado a creerse rey. De esta manera vivió mucho tiempo pensando todos que padecía una locura muy frecuente, que consiste en creer que uno es distinto de lo que parece o que vive en estado de mayor dignidad.

            Estando el rey en tan triste estado, Dios, que siempre quiere el arrepentimiento de los pecadores y, por ello, les busca un camino para su salvación, del que sólo se apartan por su propia culpa, hizo que aquel desdichado, que tan pobre y humillado se veía a causa de su soberbia, comenzara a pensar que todas sus desgracias eran castigo de sus pecados, sobre todo de su orgullo, que lo había llevado a cambiar el versículo del cántico de la Virgen. Cuando el rey comprendió esto, empezó a sentir en su corazón tanto arrepentimiento y tan gran pesar que no se podría decir con palabras; de tal modo que más le pesaba haber ofendido a Nuestro Señor que la pérdida de su reino y, aunque veía su cuerpo lacerado y humillado, no hacía otra cosa sino llorar y pedir perdón a Dios por sus pecados y gracia para su alma. Tal era su dolor que nunca se le ocurrió pedirle a Dios que le devolviera su trono o su dignidad, pues todo eso él lo tenía en muy poca cosa y sólo deseaba el perdón de sus pecados y la salvación de su alma.

            Creed, señor conde, que, de cuantos hacen peregrinaciones, dan limosnas, o ayunan, o elevan plegarias, o hacen buenas obras para que Dios les dé, les guarde o les acreciente la salud corporal, su honra o su riqueza, yo no digo que hagan mal. Sí os digo, sin embargo, que, si todas estas buenas acciones sólo las hicieran para conseguir el perdón de sus pecados y la gracia de Dios, que se alcanzan por las buenas obras, hechas con recta intención y sin hipocresía, les iría mucho mejor, pues sin duda alcanzarían el perdón y la gracia de Dios, que sólo quiere del pecador que se arrepienta y viva en la humildad y en la verdadera contrición de sus culpas.

            Por ello, cuando el rey se arrepintió, fue perdonado por la misericordia de Dios, quien, en su infinita bondad, no sólo le otorgó el perdón sino que también le devolvió su reino y su estado cumplidamente. Y ocurrió de este modo:

            El ángel, que ocupaba su lugar y tenía la forma del rey, llamó a un guardia y le dijo:

            —Me han contado que anda por ahí un loco que dice ser rey de estas tierras y otras locuras parecidas ¿Qué tipo de persona es y qué cosas dice?

            Dio la casualidad de que el guardia era el que había golpeado al rey el mismo día que salió desnudo del baño. Como el ángel, a quien todos tenían por rey, le pidió que le contara todo lo referido a aquel loco, el guardia le comentó cómo todas las gentes se burlaban y mofaban de él, al oír los desatinos que decía. El rey, después de escucharlo, le ordenó que lo fuese a buscar y lo trajera a palacio. Cuando el rey, a quien todos tenían por loco, hubo llegado a presencia del ángel, que estaba ocupando el lugar del rey, se fueron a un sitio apartado y le dijo el ángel:

            —Amigo, me han contado que vais por ahí diciendo que sois rey de esta tierra y que habéis perdido el reino por no sé qué desgracia o desventura. Os ruego, por la fe que debéis a Dios, que me contéis cómo es todo esto, sin encubrirme nada, pues yo os prometo que nada os sucederá.

            Cuando el desdichado rey, que vivía como un loco y era tan desventurado, le oyó decir aquello a quien tenía por rey, no supo qué responderle, pues de una parte pensó que se lo preguntaba por sonsacarlo y, si decía que era el rey, le mandaría matar. Por ello empezó a llorar muy amargamente y le contestó, como persona que estaba muy preocupada:

            —Señor, no sé cómo responderos a lo que me decís, pero como la vida que llevo y la muerte me dan igual y Dios sabe que ya no espero ni honores ni riquezas, no voy a ocultaros nada de lo que realmente siento. Os digo, señor, que yo estoy loco y que todos me tienen por tal, tratándome como a un loco desde hace mucho tiempo. Y aunque alguno podría estar equivocado, si yo no estuviera loco, no podrían equivocarse todas las personas, buenas y malas, ricas y pobres, listas y necias; pero, aunque yo veo todo esto y lo comprendo, creo sinceramente que fui rey de esta tierra y que perdí el reino y la gracia de Dios por mis pecados, sobre todo por mi orgullo y soberbia.

            Entonces le contó el rey con mucha pena y con muchas lágrimas lo que le había pasado, el cambio que había hecho en las palabras del cántico de la Virgen, y también todos sus pecados. Cuando el ángel, a quien Dios había mandado para tomar su figura y pasar por rey ante todos, comprendió que sentía más pena por los pecados que había cometido que por la pérdida del trono, le contestó por mandato de Dios:

            —Amigo, os digo que en todo decís la verdad, pues habéis sido rey de esta tierra, pero Dios Nuestro Señor os quitó el reino por las mismas razones que decís, y me envió a mí, que soy uno de sus ángeles, para que tomara vuestra figura y estuviera en vuestro lugar. La misericordia del Señor, que es infinita y sólo busca que el pecador se arrepienta y viva, ha mostrado con este milagro las dos condiciones necesarias para que el arrepentimiento sea verdadero: que exista un auténtico deseo de no volver a pecar y que el arrepentimiento sea sincero. Como Dios ha visto que en vos se dan estas condiciones, os ha perdonado y me ha mandado a mí que os devuelva vuestra figura y os reponga en vuestro trono. Os ruego y os aconsejo que os guardéis, sobre todo, del pecado de la soberbia, pues este es el que más aborrece Dios nuestro Señor, ya que va contra su poder y majestad y hace que los hombres pierdan su alma. Estad seguro de que nunca se ha visto nación, familia, clase ni persona que fuese esclava de la soberbia y que no haya sido abatida o castigada.

            Cuando el rey, a quien todos tomaban por un loco, oyó decir estas palabras al ángel, se postró ante él, llorando muy amargamente y, creyendo todo lo que decía, lo veneró como mensajero de Dios, pidiéndole que no se fuese hasta que todos estuviesen reunidos y se hiciera público este milagro que Dios había obrado en él. Así lo hizo el ángel. Cuando todos estaban juntos, habló el rey y les contó todo lo que le había pasado. Luego habló el ángel, que confirmó el relato del rey y se mostró como ángel a los ojos de todos.

            Entonces el rey hizo numerosas y frecuentes penitencias y, entre otras cosas, mandó que en todo su reino, para desagraviar a la Virgen, escribieran con letra de oro el versículo del Magníficat, cosa que todavía hoy siguen haciendo, según he oído decir. Terminada su misión, volvió el ángel a los cielos y se quedó el rey con sus gentes muy alegres y muy felices. En los años que luego vivió, el rey sirvió muy bien a Dios y a su pueblo, realizando buenas e importantes obras para sus vasallos, por las que alcanzó la fama en este mundo y la vida eterna en el otro, que todos deseamos conseguir por merced de Dios.

            Vos, señor Conde Lucanor, si queréis lograr la gracia de Dios y la buena fama en este mundo, haced buenas obras, que estén bien hechas, sin doblez ni hipocresía, y de todos los males del mundo guardaos, sobre todo de la soberbia, y sed humilde sin falsa piedad ni simulaciones. Tened presente la humildad, pero guardando siempre el decoro propio de vuestro estado, de forma que seáis humilde, pero no humillado ni vejado por nadie. Los poderosos y soberbios no podrán encontrar en vos humildad vergonzante ni apocamiento, y los que sean humildes ante vos siempre deberán encontraron lleno de humildad y de buenas obras.

Al conde le gustó mucho este consejo y pidió a Dios que le diera fuerzas para seguirlo y ponerlo en práctica.

Y como a don Juan le agradó mucho esta historia, la mandó escribir en este libro e hizo estos versos que dicen así:

A los justos y humildes, Dios los ensalza:

a quienes son soberbios, Él los rechaza.

 

 

 

 

 

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